domingo, 4 de octubre de 2009
El día del funeral, mis tíos, mis cuatro hermanos y yo. No lloramos. El licenciado Joaquín Uribarri- Bosch nunca lo hubiese permitido. Los siete estábamos ahí, frente al ataúd, en la funeraria, estoicos, con firmeza marcial. Escuchando los lamentos fingidos de otros que conocían a mi padre, pero que, solo por “¿qué van a decir de mi si no voy?” asistieron.
En algún momento me fastidie por mis tíos, con sus rencores adolescentes e infundados - todo lo que hizo fue por su bien- mis hermanos con ganas de llorar pero conteniendo los suspiros y sacando las lagrimas. Salí de la funeraria para tomar un poco de aire, me senté sobre una banca, levante la vista al cielo y caía en la inevitable tentación de las suposiciones con respecto a la extraña muerte de mi padre. Primero se dijo que había sido uno de mis tíos, Luis Ignacio para ser preciso, luego que no. Las huellas de zapatos encontradas sobre la alfombra árabe, tendida frente al sofá de mi padre, indicaba que se trataba de un par de tacones. ¿Pero qué mujer le hubiese tenido tanto reconocer como para matarlo? ¿Susana? ¡Mi madre! ¿Alguna de ellas había regresado para matarlo pero no para buscarme, a mí, que ese entonces era un niño de 9 nueve años. En ese momento él de los rencores resulté ser yo. Ardido y frustrado, mi padre había alejado a todas las mujeres de mi vida, y luego me dejó solo.
Al abrir mis ojos, las nubes habían huido el cielo de la ciudad de México, bajé la vista a lo terrenal y me encontré con una mujer de negro. Llevaba puestos un par de lentes, cubierta por un velo, que junto con sus lentes, cubrían casi todo su rostro, a excepción de su boca. Una boca teñida de rojo, de labios delgados como desgastados. La mujer se acerco a mí, con un caminar impaciente y luego se sentó a mi lado. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. Se quito los lentes, pero sus ojos estaban cerrados, luego se quito el velo ¡madre! Grité -un hijo siempre reconoce a su madre-. Salté de alegría y la abracé, y me abrazó. De pronto llegó un par de patrullas, con prisa, se bajaron los uniformados, con pistola en mano, dirigiéndose a nosotros. “!señora!” le gritó a mi madre uno de esos monigotes “no se mueva” se acercaron a nosotros “quédese aquí con el niño” dijo otro. Pero yo no sabía que sucedía. Entonces mi madre me volteo a ver con ternura y me dijo que todo estaría bien. Uno de los policías se paró frente a nosotros y nos condujo de buena manera a una patrulla. El resto de los azules ingresaron al edificio. Escuche un escándalo pero solo duró unos cinco minutos, después salieron los policías arrastrando a mi hermano Alberto. Yo estaba muy desconcertado y le pregunté a mi madre. Ella suspiro, como si cargará una culpa que no soportaba “tu hermano mató a tu padre” me dijo. “¿Pero como podía ser eso posible?” Le pregunté “Se supone que el licenciado fue asesinado por una mujer”. Ella me contesto con algo que nunca imaginé antes, hasta ese día –es que tu hermano era travesti-. Yo en ese entonces a que se refería con eso. Pero después todo encajaba. El sacrificio de mi hermano por darle una satisfacción a mi padre había tenido consecuencias. El puto, muy maricón, lo mató. Pero yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi hermano homosexual, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.
2. Tal hecho trágico merecía una dedicatoria especial de mi parte. Tras su muerte, me encargue, personalmente, de todos los arreglos necesarios, a pesar de mi edad, y con ayuda de mi hermano mayor Alberto –evidentemente, él hizo más que yo-. Busqué la vieja libreta cubierta de piel, de mi padre. Y marque todos los números telefónicos que ahí aparecían. Extraña fue la sensación, cuando encontré en la agenda, en el apartado de los nombres que empieza con la letra “C”, una Carmen. ¿Será Carmen mi madre? la que nos dejó por cuestiones ideológicas; la mala mujer que me abandono, por ir tras de un pulgoso romántico. La ilusión creció en mi mente, se infló como un globo, que creció hasta reventar. Y con la explosión me arriesgue a llamar. Marqué con miedo pero impulsado por la esperanza. La de volver a sentir la ternura materna, porque un hijo y una madre nunca deben separarse, y menos el hijo tiene indefensos nueve años. Por la bocina escuchaba el tono, indicando que marcaba. Hasta que, tras una espera tortuosa, alguien respondió. “Sí, bueno, ¿Quién habla?“era la voz de un hombre. Pero las palabras no me salían, esperaba escuchar una voz femenina, no la de un hombre, así que de inmediato imaginé que se trataba del jipi. “Busco a la señora Carmen”. El tipo se río, luego enmudeció “¡Carmen! ¡Esa pinche vieja se largo”- gritó fúrico, incluso pude escuchar los golpes contra una superficie a través de la línea “no me preguntes por esa malagradecida” colgó. La incertidumbre me intoxico que “¿habrá sido de ella?” me pregunté tantas veces durante los días siguientes.
El día del funeral, mis tíos, mis cuatro hermanos y yo. No lloramos. El licenciado Joaquín Uribarri- Bosch nunca lo hubiese permitido. Los siete estábamos ahí, frente al ataúd, en la funeraria, estoicos, con firmeza marcial. Escuchando los lamentos fingidos de otros que conocían a mi padre, pero que, solo por “¿qué van a decir de mi si no voy?” asistieron.
En algún momento me fastidie por mis tíos, con sus rencores adolescentes e infundados - todo lo que hizo fue por su bien- mis hermanos con ganas de llorar pero conteniendo los suspiros y sacando las lagrimas. Salí de la funeraria para tomar un poco de aire, me senté sobre una banca, levante la vista al cielo y caía en la inevitable tentación de las suposiciones con respecto a la extraña muerte de mi padre. Primero se dijo que había sido uno de mis tíos, Luis Ignacio para ser preciso, luego que no. Las huellas de zapatos encontradas sobre la alfombra árabe, tendida frente al sofá de mi padre, indicaba que se trataba de un par de tacones. ¿Pero qué mujer le hubiese tenido tanto reconocer como para matarlo? Susana ¡mi madre! ¿Alguna de ellas había regresado para matarlo pero no para buscarme, a mí, que ese entonces era un niño de 9 nueve años. En ese momento él de los rencores resulté ser yo. Ardido y frustrado, mi padre había alejado a todas las mujeres de mi vida, y luego me dejó solo.
Al abrir mis ojos, las nubes habían huido el cielo de la ciudad de México, bajé la vista a lo terrenal y me encontré con una mujer de negro. Llevaba puestos un par de lentes, cubierta por un velo, que junto con sus lentes, cubrían casi todo su rostro, a excepción de su boca. Una boca teñida de rojo, de labios delgados como desgastados. La mujer se acerco a mí, con un caminar impaciente y luego se sentó a mi lado. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. Se quitó los lentes, pero sus ojos estaban cerrados, luego se quito el velo ¡Madre! Grité -un hijo siempre reconoce a su madre-. Salté de alegría y la abracé, y me abrazó. De pronto llegó un par de patrullas, con prisa, se bajaron los uniformados, con pistola en mano, dirigiéndose a nosotros. “!Señora!” le gritó a mi madre uno de esos monigotes “no se mueva” se acercaron a nosotros “quédese aquí con el niño” dijo otro. Pero yo no sabía que sucedía. Entonces mi madre me volteo a ver con ternura y me dijo que todo estaría bien. Uno de los policías se paró frente a nosotros y nos condujo de buena manera a una patrulla. El resto de los azules ingresaron al edificio. Escuche un escándalo pero solo duró unos cinco minutos, después salieron los policías arrastrando a una mujer. Yo estaba muy desconcertado y le pregunté a mi madre. Ella suspiro, como si cargará una culpa que no soportaba “¿Recuerdas a Susana? Los policías descubrieron que mató a tu padre” me dijo. “¿Pero cómo podía ser eso posible?” Le comenté “Se supone que fue asesinado por una mujer”. Ella me contesto con algo que nunca imaginé antes, hasta ese día –Es que Susana estaba un poco loca-. Yo entendí a que se refería con eso. Susana gritaba al cielo “yo no fui” repetidamente “fue su esposa yo la vi” pero nadie le hacía caso. Mientras mi madre me abrazaba y tapaba mis oídos. “Lo bueno es que maté dos pájaros de un tiro” en varias ocasiones quise preguntarle a mi madre que había sucedido, luego intuí que ella había matado a al licenciado pero no entendía por qué habían culpado a Susana. El 68 lo olvidé, yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi madre o a Susana, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.
3. Tal hecho trágico merecía una dedicatoria especial de mi parte. Tras su muerte, me encargue, personalmente, de todos los arreglos necesarios, a pesar de mi edad, y con ayuda de mi hermano mayor Alberto –evidentemente, él hizo más que yo-. Busqué la vieja libreta cubierta de piel, de mi padre. Y marque todos los números telefónicos que ahí aparecían. Extraña fue la sensación, cuando encontré en la agenda, en el apartado de los nombres que empieza con la letra “S”, una Susana. ¿Será la Susana, la que nos dejó por cuestiones ideológicas? Pensé. La simpática mujer que también me abandono. La ilusión creció en mi mente, se infló como un globo, que creció hasta reventar. Y con la explosión me arriesgue a llamar. Marqué con miedo pero impulsado por la esperanza. La de volver a ver a esa dulce mujer de piel blanca y suave como la seda; de volver a sentir sus brazos, su pecho contra mi rostro, su alegría. Por la bocina escuchaba el tono, indicando que marcaba. Hasta que, tras una espera tortuosa, alguien respondió. “Sí, bueno, ¿Quién habla?“era la voz de un hombre. Pero las palabras no me salían, esperaba escuchar una voz femenina, no la de un hombre, así que de inmediato imaginé que se trataba del jipi. “Busco a Susana” no dije su apellido porque ante el nerviosismo lo olvidé. “¡Susana! ¡Esa pinche vieja se largo”- gritó fúrico, incluso pude escuchar los golpes contra una superficie a través de la línea “no me preguntes por esa malagradecida” colgó. La incertidumbre me intoxico que “¿habrá sido de ella?” me pregunté tantas veces durante los días siguientes.
El día del funeral, mis tíos, mis cuatro hermanos y yo. No lloramos. El licenciado Joaquín Uribarri- Bosch nunca lo hubiese permitido. Los siete estábamos ahí, frente al ataúd, en la funeraria, estoicos, con firmeza marcial. Escuchando los lamentos fingidos de otros que conocían a mi padre, pero que, solo por “¿qué van a decir de mi si no voy?” asistieron.
En algún momento me fastidie por mis tíos, con sus rencores adolescentes e infundados - todo lo que hizo fue por su bien- mis hermanos con ganas de llorar pero conteniendo los suspiros y sacando las lagrimas. Salí de la funeraria para tomar un poco de aire, me senté sobre una banca, levante la vista al cielo y caía en la inevitable tentación de las suposiciones con respecto a la extraña muerte de mi padre. Primero se dijo que había sido uno de mis tíos, Luis Ignacio para ser preciso, luego que no. Las huellas de zapatos encontradas sobre la alfombra árabe, tendida frente al sofá de mi padre, indicaba que se trataba de un par de tacones. ¿Pero qué mujer le hubiese tenido tanto reconocer como para matarlo? Susana ¡Mi madre! ¿Alguna de ellas había regresado para matarlo? pero no para buscarme, que en ese entonces era un niño de 9 nueve años. En ese momento, él de los rencores, resulté ser yo. Ardido y frustrado, mi padre había alejado a todas las mujeres de mi vida, y luego me dejó solo.
Al abrir mis ojos, las nubes habían huido el cielo de la ciudad de México, bajé la vista a lo terrenal y me encontré con una mujer de negro. Llevaba puestos un par de lentes, cubierta por un velo, que junto con sus lentes, cubrían casi todo su rostro, a excepción de su boca. Una boca triste y roja, con el labial corrido. La mujer se acerco a mí, con un caminar impaciente y luego se sentó a mi lado. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. Se quito los lentes, pero sus ojos estaban cerrados, luego se quito el velo ¡Susana! Grité. Era tal y como la recordaba. Solo que ahora su cabello estaba teñido de rubia. Mi miró con angustia, su boca se abrió lentamente y comenzó a hablar “siento mucho que tu padre ya no esté” y una lagrima cayó “pero es después de lo que me hizo, sé que no lo hacía con mala intención pero…” y su voz se ahogo por un instante “lo que te hacía no tenía perdón”. Se seco un par de lágrimas y me pidió perdón. De pronto llegó un par de patrullas, con prisa, se bajaron los uniformados, con pistola en mano, dirigiéndose a nosotros. “!señora!” le gritaron a Susana, fue uno de esos monigotes “no se mueva” gritó otro. Se acercaron a nosotros “aléjese del niño”. Pero yo no sabía que sucedía. Entonces Susana me volteo, se despidió y me empujo hacia los policías. Uno de ellos me atrapó en sus brazos y me alejo del lugar. Escuche más gritos “tiene un arma”. Pude ver como Susana sostenía la Smith y Wesson 38mm, y la deslizaba en el aire, primero pensé que dispararía hacia los policías pero no lo hizo. La coloco contra su cabeza, con el cañón apuntando a su sien derecha; cerró los ojos; disparó. Aun tengo garbado en mi mente el rugido del arma, los sesos volando y esparcidos por todos lados, no rojos, morados, como gelatina. Al parecer mi tío Luis Ignacio encontró la agenda de mi padre, en ella encontró el numero de Susana,. Se comunico con ella y le contó todo lo que en esta casa sucedía desde su partida, de dicha mujer. Susana no soporto más busco a mi padre. Ella sabía donde escondía su pistola, la tomo, espero a que el viejo licenciado se sintiera en confianza y le disparó. Todo encajaba. Pero yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi hermano homosexual, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.
4. Mi padre murió de tres tiros, salidos de su Smith & Wesson. Pero mi tío Luis no cometió el crimen. Él no tenía la capacidad, ni sabía donde mi padre guardaba su pistola. Esa noche mi padre me llamó a su despacho, sin saber porque, comencé a llorar. Caminé lentamente hacia el despacho, con frío, la piel se me erizaba, mi cuerpo parecía no querer hacer caso del comando de mi intelecto. Toqué la puerta “pasa” gritó. Entré, aterrado, sin entender realmente porque. Después del encuentro, el viejo se durmió. Yo me quede tendido sobre el suelo, sobe la alfombra árabe. La cual recuerdo olía a té de canela. Una vez el mayor de mis tíos derramó el té sobre la alfombra, y desde entonces olía a canela. En fin, yo estaba sobre la alfombra, desnudo y con una sensación indescriptible. Entonces vi sobre la mesa el brillo metálico de la pistola. Su singular fulgor me sedujo, me levanté y vi al viejo dormido tranquilamente, sentado sobre su sofá, sin culpa alguna. Entonces algo se apoderó de mí. Mi cuerpo, ya no era mi cuerpo. Tomé el arme y con maestría ajena, cargué el arma. Abrí el cajón donde se guardaban la municiones, coloque tres balas en los compartimientos, levanté la pistola, apunté y, en ese preciso momento, el licenciado despertó. “Te importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí” me dijo. Cerré mis ojos, el licenciado dijo más, creo que hasta gritó pero no recuerdo bien; después escuché tres disparos ¡pum, pum, pum!. Abrí mis ojos después del accidente. Y fui testigo de mi descuido. El infeliz ¡perdón! Corrijo, mi padre… estaba sentado sobre su sofá, con los ojos apuntando al techo. Las manos colgando de sus hombros. Su pecho estaba ensangrentado; su cuello también. La sangre fluía velozmente sobre su estomago, seguía sobre su abdomen, y finalmente recorría la parte inferior del sofá hasta caer, precipitadamente, sobre el suelo de madera. Aun escucho, el ruido… ¡tap, tap, tap! El sonido de la sangre golpeando el piso. Pero yo no quería hablar de esto, Yo no quería hablar de mi padre suplicándome, con pavor que no le apuntara con el cañón de su pistola a él. Yo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.
5. Mi padre murió de tres tiros, salidos de su Smith & Wesson. Pero mi tío Luis no hubiese cometido tal crimen por sí solo, no el no pudo; necesito ayuda. Si, la mía, yo robe el arma, el resto lo hizo el rencor, pero el rencor de mi tío. Esa noche había regresado del despacho del licenciado, aturdido, confundido, la cabeza me dolía, el cuerpo me dolía, y en eso mi tío Luis Ignacio me encontró. Mis lágrimas fueron la escusa perfecta. El solía tener arranques de ira, como los de un adolescente, fue al despacho. Busco la pistola del licenciado mientras este dormía, la cargó, y apunto, pero no disparó de inmediato, no. Dejo al viejo despertar. Toda mi maldad me ayudó a imaginar aquella escena, mi padre sentado sobre su sofá, adormilado, mi tío empuñando el arma y de repente ¡pum, pum, pum!. La sangre, la roja sangre fluyendo de entre las entrañas del licenciado hacia el piso, goteando tímidamente. Yo estaba tras la puerta, no lo vi pero lo escuché todo, recuerdo bien a mi padre pedirle a mi tío que no apuntase el cañón de la pistola hacia él. Y después, bueno ya lo dije. Como sea, yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi tío Luis Ignacio, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.
viernes, 2 de octubre de 2009
Dos finales alternos...
jueves, 1 de octubre de 2009
¿Le importaría...?
Multiforme
b. Los investigadores de la policía investigaron rebuscadoramente los escombros pistolezcos del regicidio –patricidio–, invocando pistas a cada momento, como a un fantasma. El fantasma pistero se apareció a las dos de la mañana cuando el tío, embriagado de mezcal barato, gritó embriagadamente por la calle de Santa Cruz esquina con Bruselas a los cuatro vientos su arrepentimiento patricida. El otro tío, mayor por una pentada de minutos, tomó su brazizquierdo para regresarlo a la casa. Pero el daño se había echado a la mar de las sospechas y el remordimiento remolínico truncó los mareos de la sospecha en la que nadaban los habitantes de la casa –mar: mareo. No es una mera coincidencia– sospechosamente, pero nunca dijeron nada al respecto mientras guardaban silencio al respecto. Chin.
c. fluye-fluye-fluye el tiempo vigorizante de los rebeldes sin causa como un río que en el sesenta-y-ocho frena su cauce ante una presa pero no hablo al respecto sino que desvarío acerca de un tema que no tengo claro. Por años trataré de sobreponerme a la camisa de fuerza como a la muerte del padre y el abandono de la madre y los tíos adolescentes que ya no son míos y la sensación de que siempre estaré sólo atado en una camisa de fuerza en este hospital de paredes verde-pistache y olor a estignina y acetileno por las noches y los gritos de los otros locos y yo no estoy loco pero si grito demasiado viene la aguja y sueño despierto ante las ruidosas manecillas del reloj que marcan el tiempo que como río fluye-fluye-fluye
d. Pero ahora hablaré del sesenta y ocho. Mi padre siempre se expresó con severidad –más de la acostumbrada– acerca del movimiento estudiantil. Cuando ocurrió la matanza, él supo de primera mano el verdadero número de estudiantes encerrados –sin juicio– en el palacio de Lecumberri. Más aún, él sabía cuántos fueron asesinados o desaparecidos y, en algunos casos, quiénes eran. Pero casi nunca hablaba al respecto; siempre guardó silencio y yo no supe de esto hasta que murió y encontré un diario en su despacho.
JLC
miércoles, 30 de septiembre de 2009
¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?
I
Mis tíos quinceañeros me habían dicho muchas veces, muchas más, cuánto les enojaba ver que mi papá tenía el control de la casa. A mí no me importaba su manía, siempre hubo un escondite en la lectura que me hacía liberarme e imaginar este mundo y mil más. Comencé a escribir mis propias historias de héroes, de México, de los estudiantes y seguí viajando por el mundo que conoce un niño de nueve años. Las olimpiadas eran lo mejor que podría ocurrirle a un chamaquillo como yo, eran en mi imaginación las pruebas de los que serían los héroes de la tierra. Los fuertes dominarían y ganarían la presea del respeto público; los débiles irían a pelar papas a otro lado. Así que un día jugamos a los guerreros aztecas en la casa mientras el licenciado no estaba. Mis tíos eran los malos, yo era el bueno y mis hermanos no quisieron jugar; eran débiles y no merecían ir a las olimpiadas. Subíamos y bajábamos por todos lados de la casa, corriendo y aventando flechas, hachas, lanzas y todo lo que la imaginación es capaz de crear, destrozando la casa tal como la imaginación la puede dejar. Nos cansamos de Mesoamérica y jugamos al bueno y los malos y feos. Yo era, claro, el vaquero bueno, el mejor de todos y mis tíos eran los “Mellizo fronterizos”, fuera de la ley y de toda convención humana. Me empezaron a perseguir y me escondí en el despacho de mi papá. Era ya de noche y no venían por mí, así que como vaquero que era, me puse a husmear donde se pudo. Encontré muchos papeles que me parecieron francamente tediosos, pero también una pistola. E imaginé que mataba al sheriff. E imaginé que el pueblo me quería porque el sheriff era injusto. E imaginé que el sheriff me decía: “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” Y dejé de imaginar, y fui el mejor de los vaqueros.
II
El licenciado nunca dejó de hablar de las costumbres, de la importancia de ser el hombre de la casa, de las reglas, del orden, de las tradiciones y todas esas cosas que se olvidaron en esta democracia de porquería. Y los estudiantes no dejaban de hablar de la mierda del gobierno, de la jaula de la represión, de la libertad. Los jipis jamás se callaron sobre pasarla tranquilo y divertirse. Y mi mamá no estaba. Pero me seguía gustando leer mucho, devorar libros, folletos, volantes, publicidad roja, cuentos vaqueros, lo que pasara por mis manos. Y el licenciado no dejaba a un lado el orden, ni su mano dura. Un día mi tío Luis Ignacio me enseñó qué significaba mucho de lo que leía desde su punto de vista, entendíamos lo mismo así que no fue gran avance. Lo único verdaderamente importante que aprendí fue la palabra “represión”. Sonaba bien y tenía cierto qué-sé-yo que me ganaba y la decía todo el día; un día la dije en la comida en un tono melódico y tragué mi sopa con la cara pegada al plato y sin respirar. “Eso es represión, y ahora se calla”.
Ah, volviendo a lo importante. El 68 en México sí llegó a mis oídos. Mucho oía en la Portales, y algo leí en el Excelsior, y algo llamó mucho mi atención: “Represión”. Por lo que oí que se decía, el gobierno había “reprimido” a los necios; los reprimió con dosis de plomo.
“¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” –dijo el licenciado.
“¿Soy un necio?” –pregunté.
“Si no la bajas, sí” –dijo con serenidad.
Sigo siendo un necio, pero el ya no es autoridad ni en esta casa sigue reinando la manía de orden.
III
Por cierto, les decía del 68. El licenciado fue siempre un hombre recto y digno de respeto por la coherencia de su integridad de vida, y siempre fue un ejemplo de estricta e impecable disciplina y de ideales. El licenciado, como ciudadano y abogado honrado que era, jamás descuidó sus deberes ni dejó de contemplar un segundo las máximas éticas vitales para una sociedad armónica. Pero la gente no siempre tiene la misma perspectiva de las cosas o las personas, y menos si les quitan a lo que valoran.
El señor Francisco que a dos cuadras de la casa tenía su puesto de periódicos y revistas era el proveedor oficial de la pornografía de mis tíos y también un buen móvil para toda la publicidad del movimiento estudiantil y de las ideas que difundían. Al licenciado no le parecía ninguna de las dos cosas, pero lo toleraba por alguna extraña cuestión de caridad cristiana o algo similar. Pero si algo era en serio para mi padre era: “Pero si alguien escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar”.
Pero para don Francisco el pan para la casa iba antes que los preceptos morales y de decencia y un día que mis tíos no podían salir de la casa, me dieron unos muéganos a cambio de ir por cuento de proxenetas animado que tanto apelaba a su gusto pervertido. Me habían prometido más cuando regresara, así que fui rápidamente y, al volver, el licenciado vio el sexo dibujado en mis manos e imaginó la oscuridad de mi alma. El castigo fue terrible, ya lo olvidé, supongo que como algún medio de negación o de defensa. Hasta le tuve miedo al sexo por diez años o más, pero los setentas fueron buena medicina para el trauma. El licenciado, por fin, se decidió a atar al cuello una piedra de moler y lo delató antes las autoridades correspondientes.
Mis tíos se empezaron a desesperar por no tener más material y quitarse la tensión de otras formas. Una vez, un tío vendió un libro muy preciado del licenciado a cambio de un viaje en taxi y algunos volúmenes de donde las poco damas se dejan retratar, y no eran tanto de selección sino de variedad. Cuando volvió al anochecer porque se había perdido, la mano dura en la cara no se hizo esperar, ni tampoco el cuero de la cintura se cohibió para dejar huellas por su paso. En un arranque de cólera mi tío Fernando salió a defender a su mellizo, pero no vio las escaleras y rodaron sus huesos en cada peldaño; su hermano mayor también lo golpeó y los quinceañeros quedaron lastimados en el suelo. Mi padre ignoró los gritos de Luis Ignacio que pedían ayuda para su hermano más amigo. Al día siguiente el buen abogado hizo que todo pareciera una pelea por la cual no se podría responsabilizar a Fernando, un accidente y nada más que mereciera mención para aclarar las razones del fallecimiento de este viejo niño.
Días después, en el rencor y el resentimiento mi tío demostró que sí había aprendido muchas otras cosas. Tomó la .38mm y escuché: “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?”. Mi tío ahora pasa su tiempo en alguna prisión, esperando ya la muerte y no el perdón.
IV
Si realmente quieren que les cuente del 68, pues poco y opaco es lo que nos llega ahora, tendrán que oír primero por qué aprendí tanto de lo sucedido en la UNAM. El licenciado llevó ante las autoridades a unos vecinos que no dejaron de planear cada movimiento de la revuelta estudiantil, y mi cristiano padre no toleraría faltas a la autoridad por parte de unos “necios insolentes” irrespetuosos del pasado y las buenas costumbres. Poco después, se supo quién fue y un día mi padre recibió una visita un poco incómoda a la casa; una de esas personas que obedecen a los ricos que verdaderamente andan tras las ideas y siempre encuentran negocio. Una de esas personas con poco corazón y ni una pizca de alma. Una de esas personas que obedecen sin cuestionar. Una persona que oyó: “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” Una persona que me dejó en la orfandad, mandó a mi tío a la cárcel y me hizo estudiar en la UNAM. Una de esas personas a las que uno no les reclamaría jamás haber acabado con un padre pederasta que infringió cada ley moral en su casa y no dejó de ser candil de la calle.
V
Si algo no aprendió el licenciado de su segunda patria, fue el uso de los refranes. Efectivamente aprendió mucho de las costumbres, de la forma de pensar, del estilo de vida y de todo el surrealismo que lo rodeaba no sólo en un país nuevo, sino en la década del siglo XX civilmente más conflictiva de todas. La música de los Beatles, Bob Dylan, The Rolling Stones, etc., no dejaba de sonar por todos lados, salvo en mi casa ,donde la censura y la disciplina estaban ahí para despertarnos puntualmente a mí y a mis hermanos cada día. Evidentemente uno tendría el mayor cuidado y dureza para criar a sus hijos en tiempos tan revoltosos; cualquier persona sensata, como bien fue el licenciado, habría aleccionado a sus hijos en todo lo que consideraba digno de cuidarse y ser respetado por todas las generaciones venideras y pasadas, por todas las buenas costumbres que permitían una sana convivencia en un país en vías de desarrollo. Claramente cualquier persona prudente, como fue el licenciado, habría cuidado de que a su casa no entrara aquello que merecía un escupitajo y patada en las gónadas de cada insolente que hablara con sus familiares sobre estas ideas que provocaron esta maldita democracia donde todos hacen lo que quieren y nadie respeta nada ni a nadie. Indudablemente, cualquier persona ordenada procuraría un lugar para cada cosa y que cada cosa permaneciera en su lugar, como bien hizo el licenciado. Inevitablemente todos estos cuidados no serían tan efectivos en un país donde las ideas y los chismes corren como los sobornos a los funcionarios públicos, donde los niños aprenden más en la calle y lo llevan a la casa. Innegablemente un niño es curioso y escucha de todo lo que pasa por el aire y entiende mucho o poco, pero siempre entiende lo que a él le pasa, y esa curiosidad lo lleva a pensar, tal vez bien o mal, pero siempre está pensando; siempre está pensando en lo que podría hacer cuando crezca, en lo que hay donde no le dejan meterse, en que una pistola es la perfecta herramienta para la venganza contra quien lo ha dañado y lo ha herido. Placenteramente un niño escucharía “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” mientras sostiene el hierro frío en sus manos y es verdugo de su propio padre. Si algún refrán no aprendió mi papá ni en México ni en España fue: Cría cuervos y te sacarán los ojos.
martes, 29 de septiembre de 2009
Ella...
Claro que sí. Westbourne Terrace era una vieja casona londinense que daba a la calle, sin jardín ni patio delantero. Sus paredes rozaban las de las casas contiguas. Nada en el exterior denotaba ninguna cosa extraordinaria; era una casa como cualquier otra, descuidada sin llegar a ruinas.
Cuando entré, lo primero que me sacudió fue el silencio. A pesar de que nos recibía, justo a la entrada, un gran reloj de pared, su péndulo colgaba inmóvil y las manecillas permanecían —según me dijo Marmaduke— detenidas, marcando la hora del último suspiro de Maude-Evelyn. Desde entonces, el tictac y el redoblar de sus campanas habían callado. La chimenea guardaba aún cenizas. Frías. Probablemente, las del último fuego que encendieron los Dedrick. La sala, en la penumbra, no dejaba ver nada extraordinario, salvo la completa ausencia de polvo, lo que me llevó a deducir que él pagaba una mucama que limpiase y sacudiese, aunque bien podría haber sido Lavinia quien la hiciera; lo ignoro.
Marmaduke, apesadumbrado —como si respirara nostalgia en cada esquina—, y Lavinia me condujeron escalera arriba para que conociera la planta alta y, sobre todo, la habitación de Maude-Evelyn. Los escalones bajo mis pies chirriaron y crujieron. De nuevo, me percaté de que el barandal estaba libre de polvo. Era aquella una casa a todas luces inhabitada y desierta, obscura y gélida, si bien no la cubrían telarañas ni carcomía la humedad a los muros ni a los muebles los cubrían mantas, como sucede con todas las casas abandonadas.
En el pasillo de la planta alta me topé con una tríada de retratos: de los señores Dedrick, que lucían, en efecto, como la gente normal y decente, sin nada en especial; y, al centro, el de Maude-Evelyn. Me sorprendió verdaderamente no nada más la pintura en sí misma —los vivos colores, la destreza de cada pincelada—, sino la belleza inaudita de la joven plasmada sobre el lienzo: la boca roja, el pelo casi tan terso como su faz, los ojos azules de mirada intensa, la pose a tres cuartos que me confrontó como espectadora. Vaya que ahora sí comprendía el encanto que despertaba y en el que envolvía a la gente: a sus padres, a Marmaduke, a Lavinia y ahora a mí. De hecho, a partir de entonces, la planta alta de aquella casona se me figuró más iluminada y colorida. Sí, entraba más luz por las ventanas, que tenían corridas las cortinas; también un florero se engalanaba con flores recién cortadas precisamente a los pies del retrato.
Entré, al fin, en su dormitorio, que me enterneció por la sutiliza de sus colores, por la calidez de sus matices y la elegancia del decorado, del mobiliario, de los tapices y de los adornos. En verdad que ellaella! ¡Sí, Maude-Evelyn, tan hermosa, tan apacible, como si durmiera profundamente. Su cabellera rubia caía grácilmente sobre las almohadas, casi sin tocarlas, y su piel brillaba de blancura como uno esperaría de la nieve y no de un cuerpo. Es hermosa. Tú también deberías conocerla, querido.
IX
Así continuó Lady Emma, contándonos maravillas de Maude-Evelyn, como si fuese una especie de Bella Durmiente del Londres moderno, esperando a su príncipe azul. La vieja se regocijaba con su relato, de cómo ella, Lavinia y Marmaduke, a pesar del luto, vivían todos felices, al menos cuando se reunían en torno a ella, en esa casa de tesoros.
Tiempo después, cuando Lady Emma murió, yo me enteré que la policía de Londres, debido a no recuerdo qué, había registrado aquella propiedad y hallado los cadáveres, entre putrefactos y cuasi momificados, del matrimonio Dedrick y de la joven Maude-Evelyn. Marmaduke y Lavinia fueron sujetos a un proceso judicial. El juez los confinó a una ‘casa de retiro’. Nunca visité Westbourne Terrace y jamás la conocí.