domingo, 4 de octubre de 2009

1. Tal hecho trágico merecía una dedicatoria especial de mi parte. Tras su muerte, me encargue, personalmente, de todos los arreglos necesarios, a pesar de mi edad, y con ayuda de mi hermano mayor Alberto –evidentemente, él hizo más que yo-. Busqué la vieja libreta cubierta de piel, de mi padre. Y marque todos los números telefónicos que ahí aparecían. Extraña fue la sensación, cuando encontré en la agenda, en el apartado de los nombres que empieza con la letra “S”, una Susana. ¿Será la Susana, la que nos dejó por cuestiones ideológicas? Pensé. La simpática mujer que también me abandono. La ilusión creció en mi mente, se infló como un globo, que creció hasta reventar. Y con la explosión me arriesgue a llamar. Marqué con miedo pero impulsado por la esperanza. La de volver a ver a esa dulce mujer de piel blanca y suave como la seda; de volver a sentir sus brazos, su pecho contra mi rostro, su alegría. Por la bocina escuchaba el tono, indicando que marcaba. Hasta que, tras una espera tortuosa, alguien respondió. “Sí, bueno, ¿Quién habla?“era la voz de un hombre. Pero las palabras no me salían, esperaba escuchar una voz femenina, no la de un hombre, así que de inmediato imaginé que se trataba del poeta Tinajero. “Busco a Susana” no dije su apellido porque ante el nerviosismo lo olvidé. “¡Susana! ¡Esa pinche vieja se largo”- gritó fúrico, incluso pude escuchar los golpes contra una superficie a través de la línea “no me preguntes por esa malagradecida” colgó. La incertidumbre me intoxico que “¿habrá sido de ella?” me pregunté tantas veces durante los días siguientes.
El día del funeral, mis tíos, mis cuatro hermanos y yo. No lloramos. El licenciado Joaquín Uribarri- Bosch nunca lo hubiese permitido. Los siete estábamos ahí, frente al ataúd, en la funeraria, estoicos, con firmeza marcial. Escuchando los lamentos fingidos de otros que conocían a mi padre, pero que, solo por “¿qué van a decir de mi si no voy?” asistieron.
En algún momento me fastidie por mis tíos, con sus rencores adolescentes e infundados - todo lo que hizo fue por su bien- mis hermanos con ganas de llorar pero conteniendo los suspiros y sacando las lagrimas. Salí de la funeraria para tomar un poco de aire, me senté sobre una banca, levante la vista al cielo y caía en la inevitable tentación de las suposiciones con respecto a la extraña muerte de mi padre. Primero se dijo que había sido uno de mis tíos, Luis Ignacio para ser preciso, luego que no. Las huellas de zapatos encontradas sobre la alfombra árabe, tendida frente al sofá de mi padre, indicaba que se trataba de un par de tacones. ¿Pero qué mujer le hubiese tenido tanto reconocer como para matarlo? ¿Susana? ¡Mi madre! ¿Alguna de ellas había regresado para matarlo pero no para buscarme, a mí, que ese entonces era un niño de 9 nueve años. En ese momento él de los rencores resulté ser yo. Ardido y frustrado, mi padre había alejado a todas las mujeres de mi vida, y luego me dejó solo.
Al abrir mis ojos, las nubes habían huido el cielo de la ciudad de México, bajé la vista a lo terrenal y me encontré con una mujer de negro. Llevaba puestos un par de lentes, cubierta por un velo, que junto con sus lentes, cubrían casi todo su rostro, a excepción de su boca. Una boca teñida de rojo, de labios delgados como desgastados. La mujer se acerco a mí, con un caminar impaciente y luego se sentó a mi lado. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. Se quito los lentes, pero sus ojos estaban cerrados, luego se quito el velo ¡madre! Grité -un hijo siempre reconoce a su madre-. Salté de alegría y la abracé, y me abrazó. De pronto llegó un par de patrullas, con prisa, se bajaron los uniformados, con pistola en mano, dirigiéndose a nosotros. “!señora!” le gritó a mi madre uno de esos monigotes “no se mueva” se acercaron a nosotros “quédese aquí con el niño” dijo otro. Pero yo no sabía que sucedía. Entonces mi madre me volteo a ver con ternura y me dijo que todo estaría bien. Uno de los policías se paró frente a nosotros y nos condujo de buena manera a una patrulla. El resto de los azules ingresaron al edificio. Escuche un escándalo pero solo duró unos cinco minutos, después salieron los policías arrastrando a mi hermano Alberto. Yo estaba muy desconcertado y le pregunté a mi madre. Ella suspiro, como si cargará una culpa que no soportaba “tu hermano mató a tu padre” me dijo. “¿Pero como podía ser eso posible?” Le pregunté “Se supone que el licenciado fue asesinado por una mujer”. Ella me contesto con algo que nunca imaginé antes, hasta ese día –es que tu hermano era travesti-. Yo en ese entonces a que se refería con eso. Pero después todo encajaba. El sacrificio de mi hermano por darle una satisfacción a mi padre había tenido consecuencias. El puto, muy maricón, lo mató. Pero yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi hermano homosexual, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.


2. Tal hecho trágico merecía una dedicatoria especial de mi parte. Tras su muerte, me encargue, personalmente, de todos los arreglos necesarios, a pesar de mi edad, y con ayuda de mi hermano mayor Alberto –evidentemente, él hizo más que yo-. Busqué la vieja libreta cubierta de piel, de mi padre. Y marque todos los números telefónicos que ahí aparecían. Extraña fue la sensación, cuando encontré en la agenda, en el apartado de los nombres que empieza con la letra “C”, una Carmen. ¿Será Carmen mi madre? la que nos dejó por cuestiones ideológicas; la mala mujer que me abandono, por ir tras de un pulgoso romántico. La ilusión creció en mi mente, se infló como un globo, que creció hasta reventar. Y con la explosión me arriesgue a llamar. Marqué con miedo pero impulsado por la esperanza. La de volver a sentir la ternura materna, porque un hijo y una madre nunca deben separarse, y menos el hijo tiene indefensos nueve años. Por la bocina escuchaba el tono, indicando que marcaba. Hasta que, tras una espera tortuosa, alguien respondió. “Sí, bueno, ¿Quién habla?“era la voz de un hombre. Pero las palabras no me salían, esperaba escuchar una voz femenina, no la de un hombre, así que de inmediato imaginé que se trataba del jipi. “Busco a la señora Carmen”. El tipo se río, luego enmudeció “¡Carmen! ¡Esa pinche vieja se largo”- gritó fúrico, incluso pude escuchar los golpes contra una superficie a través de la línea “no me preguntes por esa malagradecida” colgó. La incertidumbre me intoxico que “¿habrá sido de ella?” me pregunté tantas veces durante los días siguientes.
El día del funeral, mis tíos, mis cuatro hermanos y yo. No lloramos. El licenciado Joaquín Uribarri- Bosch nunca lo hubiese permitido. Los siete estábamos ahí, frente al ataúd, en la funeraria, estoicos, con firmeza marcial. Escuchando los lamentos fingidos de otros que conocían a mi padre, pero que, solo por “¿qué van a decir de mi si no voy?” asistieron.
En algún momento me fastidie por mis tíos, con sus rencores adolescentes e infundados - todo lo que hizo fue por su bien- mis hermanos con ganas de llorar pero conteniendo los suspiros y sacando las lagrimas. Salí de la funeraria para tomar un poco de aire, me senté sobre una banca, levante la vista al cielo y caía en la inevitable tentación de las suposiciones con respecto a la extraña muerte de mi padre. Primero se dijo que había sido uno de mis tíos, Luis Ignacio para ser preciso, luego que no. Las huellas de zapatos encontradas sobre la alfombra árabe, tendida frente al sofá de mi padre, indicaba que se trataba de un par de tacones. ¿Pero qué mujer le hubiese tenido tanto reconocer como para matarlo? Susana ¡mi madre! ¿Alguna de ellas había regresado para matarlo pero no para buscarme, a mí, que ese entonces era un niño de 9 nueve años. En ese momento él de los rencores resulté ser yo. Ardido y frustrado, mi padre había alejado a todas las mujeres de mi vida, y luego me dejó solo.
Al abrir mis ojos, las nubes habían huido el cielo de la ciudad de México, bajé la vista a lo terrenal y me encontré con una mujer de negro. Llevaba puestos un par de lentes, cubierta por un velo, que junto con sus lentes, cubrían casi todo su rostro, a excepción de su boca. Una boca teñida de rojo, de labios delgados como desgastados. La mujer se acerco a mí, con un caminar impaciente y luego se sentó a mi lado. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. Se quitó los lentes, pero sus ojos estaban cerrados, luego se quito el velo ¡Madre! Grité -un hijo siempre reconoce a su madre-. Salté de alegría y la abracé, y me abrazó. De pronto llegó un par de patrullas, con prisa, se bajaron los uniformados, con pistola en mano, dirigiéndose a nosotros. “!Señora!” le gritó a mi madre uno de esos monigotes “no se mueva” se acercaron a nosotros “quédese aquí con el niño” dijo otro. Pero yo no sabía que sucedía. Entonces mi madre me volteo a ver con ternura y me dijo que todo estaría bien. Uno de los policías se paró frente a nosotros y nos condujo de buena manera a una patrulla. El resto de los azules ingresaron al edificio. Escuche un escándalo pero solo duró unos cinco minutos, después salieron los policías arrastrando a una mujer. Yo estaba muy desconcertado y le pregunté a mi madre. Ella suspiro, como si cargará una culpa que no soportaba “¿Recuerdas a Susana? Los policías descubrieron que mató a tu padre” me dijo. “¿Pero cómo podía ser eso posible?” Le comenté “Se supone que fue asesinado por una mujer”. Ella me contesto con algo que nunca imaginé antes, hasta ese día –Es que Susana estaba un poco loca-. Yo entendí a que se refería con eso. Susana gritaba al cielo “yo no fui” repetidamente “fue su esposa yo la vi” pero nadie le hacía caso. Mientras mi madre me abrazaba y tapaba mis oídos. “Lo bueno es que maté dos pájaros de un tiro” en varias ocasiones quise preguntarle a mi madre que había sucedido, luego intuí que ella había matado a al licenciado pero no entendía por qué habían culpado a Susana. El 68 lo olvidé, yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi madre o a Susana, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.


3. Tal hecho trágico merecía una dedicatoria especial de mi parte. Tras su muerte, me encargue, personalmente, de todos los arreglos necesarios, a pesar de mi edad, y con ayuda de mi hermano mayor Alberto –evidentemente, él hizo más que yo-. Busqué la vieja libreta cubierta de piel, de mi padre. Y marque todos los números telefónicos que ahí aparecían. Extraña fue la sensación, cuando encontré en la agenda, en el apartado de los nombres que empieza con la letra “S”, una Susana. ¿Será la Susana, la que nos dejó por cuestiones ideológicas? Pensé. La simpática mujer que también me abandono. La ilusión creció en mi mente, se infló como un globo, que creció hasta reventar. Y con la explosión me arriesgue a llamar. Marqué con miedo pero impulsado por la esperanza. La de volver a ver a esa dulce mujer de piel blanca y suave como la seda; de volver a sentir sus brazos, su pecho contra mi rostro, su alegría. Por la bocina escuchaba el tono, indicando que marcaba. Hasta que, tras una espera tortuosa, alguien respondió. “Sí, bueno, ¿Quién habla?“era la voz de un hombre. Pero las palabras no me salían, esperaba escuchar una voz femenina, no la de un hombre, así que de inmediato imaginé que se trataba del jipi. “Busco a Susana” no dije su apellido porque ante el nerviosismo lo olvidé. “¡Susana! ¡Esa pinche vieja se largo”- gritó fúrico, incluso pude escuchar los golpes contra una superficie a través de la línea “no me preguntes por esa malagradecida” colgó. La incertidumbre me intoxico que “¿habrá sido de ella?” me pregunté tantas veces durante los días siguientes.
El día del funeral, mis tíos, mis cuatro hermanos y yo. No lloramos. El licenciado Joaquín Uribarri- Bosch nunca lo hubiese permitido. Los siete estábamos ahí, frente al ataúd, en la funeraria, estoicos, con firmeza marcial. Escuchando los lamentos fingidos de otros que conocían a mi padre, pero que, solo por “¿qué van a decir de mi si no voy?” asistieron.
En algún momento me fastidie por mis tíos, con sus rencores adolescentes e infundados - todo lo que hizo fue por su bien- mis hermanos con ganas de llorar pero conteniendo los suspiros y sacando las lagrimas. Salí de la funeraria para tomar un poco de aire, me senté sobre una banca, levante la vista al cielo y caía en la inevitable tentación de las suposiciones con respecto a la extraña muerte de mi padre. Primero se dijo que había sido uno de mis tíos, Luis Ignacio para ser preciso, luego que no. Las huellas de zapatos encontradas sobre la alfombra árabe, tendida frente al sofá de mi padre, indicaba que se trataba de un par de tacones. ¿Pero qué mujer le hubiese tenido tanto reconocer como para matarlo? Susana ¡Mi madre! ¿Alguna de ellas había regresado para matarlo? pero no para buscarme, que en ese entonces era un niño de 9 nueve años. En ese momento, él de los rencores, resulté ser yo. Ardido y frustrado, mi padre había alejado a todas las mujeres de mi vida, y luego me dejó solo.
Al abrir mis ojos, las nubes habían huido el cielo de la ciudad de México, bajé la vista a lo terrenal y me encontré con una mujer de negro. Llevaba puestos un par de lentes, cubierta por un velo, que junto con sus lentes, cubrían casi todo su rostro, a excepción de su boca. Una boca triste y roja, con el labial corrido. La mujer se acerco a mí, con un caminar impaciente y luego se sentó a mi lado. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. Se quito los lentes, pero sus ojos estaban cerrados, luego se quito el velo ¡Susana! Grité. Era tal y como la recordaba. Solo que ahora su cabello estaba teñido de rubia. Mi miró con angustia, su boca se abrió lentamente y comenzó a hablar “siento mucho que tu padre ya no esté” y una lagrima cayó “pero es después de lo que me hizo, sé que no lo hacía con mala intención pero…” y su voz se ahogo por un instante “lo que te hacía no tenía perdón”. Se seco un par de lágrimas y me pidió perdón. De pronto llegó un par de patrullas, con prisa, se bajaron los uniformados, con pistola en mano, dirigiéndose a nosotros. “!señora!” le gritaron a Susana, fue uno de esos monigotes “no se mueva” gritó otro. Se acercaron a nosotros “aléjese del niño”. Pero yo no sabía que sucedía. Entonces Susana me volteo, se despidió y me empujo hacia los policías. Uno de ellos me atrapó en sus brazos y me alejo del lugar. Escuche más gritos “tiene un arma”. Pude ver como Susana sostenía la Smith y Wesson 38mm, y la deslizaba en el aire, primero pensé que dispararía hacia los policías pero no lo hizo. La coloco contra su cabeza, con el cañón apuntando a su sien derecha; cerró los ojos; disparó. Aun tengo garbado en mi mente el rugido del arma, los sesos volando y esparcidos por todos lados, no rojos, morados, como gelatina. Al parecer mi tío Luis Ignacio encontró la agenda de mi padre, en ella encontró el numero de Susana,. Se comunico con ella y le contó todo lo que en esta casa sucedía desde su partida, de dicha mujer. Susana no soporto más busco a mi padre. Ella sabía donde escondía su pistola, la tomo, espero a que el viejo licenciado se sintiera en confianza y le disparó. Todo encajaba. Pero yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi hermano homosexual, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.


4. Mi padre murió de tres tiros, salidos de su Smith & Wesson. Pero mi tío Luis no cometió el crimen. Él no tenía la capacidad, ni sabía donde mi padre guardaba su pistola. Esa noche mi padre me llamó a su despacho, sin saber porque, comencé a llorar. Caminé lentamente hacia el despacho, con frío, la piel se me erizaba, mi cuerpo parecía no querer hacer caso del comando de mi intelecto. Toqué la puerta “pasa” gritó. Entré, aterrado, sin entender realmente porque. Después del encuentro, el viejo se durmió. Yo me quede tendido sobre el suelo, sobe la alfombra árabe. La cual recuerdo olía a té de canela. Una vez el mayor de mis tíos derramó el té sobre la alfombra, y desde entonces olía a canela. En fin, yo estaba sobre la alfombra, desnudo y con una sensación indescriptible. Entonces vi sobre la mesa el brillo metálico de la pistola. Su singular fulgor me sedujo, me levanté y vi al viejo dormido tranquilamente, sentado sobre su sofá, sin culpa alguna. Entonces algo se apoderó de mí. Mi cuerpo, ya no era mi cuerpo. Tomé el arme y con maestría ajena, cargué el arma. Abrí el cajón donde se guardaban la municiones, coloque tres balas en los compartimientos, levanté la pistola, apunté y, en ese preciso momento, el licenciado despertó. “Te importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí” me dijo. Cerré mis ojos, el licenciado dijo más, creo que hasta gritó pero no recuerdo bien; después escuché tres disparos ¡pum, pum, pum!. Abrí mis ojos después del accidente. Y fui testigo de mi descuido. El infeliz ¡perdón! Corrijo, mi padre… estaba sentado sobre su sofá, con los ojos apuntando al techo. Las manos colgando de sus hombros. Su pecho estaba ensangrentado; su cuello también. La sangre fluía velozmente sobre su estomago, seguía sobre su abdomen, y finalmente recorría la parte inferior del sofá hasta caer, precipitadamente, sobre el suelo de madera. Aun escucho, el ruido… ¡tap, tap, tap! El sonido de la sangre golpeando el piso. Pero yo no quería hablar de esto, Yo no quería hablar de mi padre suplicándome, con pavor que no le apuntara con el cañón de su pistola a él. Yo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.



5. Mi padre murió de tres tiros, salidos de su Smith & Wesson. Pero mi tío Luis no hubiese cometido tal crimen por sí solo, no el no pudo; necesito ayuda. Si, la mía, yo robe el arma, el resto lo hizo el rencor, pero el rencor de mi tío. Esa noche había regresado del despacho del licenciado, aturdido, confundido, la cabeza me dolía, el cuerpo me dolía, y en eso mi tío Luis Ignacio me encontró. Mis lágrimas fueron la escusa perfecta. El solía tener arranques de ira, como los de un adolescente, fue al despacho. Busco la pistola del licenciado mientras este dormía, la cargó, y apunto, pero no disparó de inmediato, no. Dejo al viejo despertar. Toda mi maldad me ayudó a imaginar aquella escena, mi padre sentado sobre su sofá, adormilado, mi tío empuñando el arma y de repente ¡pum, pum, pum!. La sangre, la roja sangre fluyendo de entre las entrañas del licenciado hacia el piso, goteando tímidamente. Yo estaba tras la puerta, no lo vi pero lo escuché todo, recuerdo bien a mi padre pedirle a mi tío que no apuntase el cañón de la pistola hacia él. Y después, bueno ya lo dije. Como sea, yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi tío Luis Ignacio, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.

viernes, 2 de octubre de 2009

Dos finales alternos...

1. Cuánto podría decir de los rencores y alegrías que la muerte del licenciado Uribarri-Bosch trajo a la casa: mis tíos, sin la autoritaria piedra que mi padre les había puesto al cuello; ahora, podían dar rienda suelta a los placeres a los que el síndrome de Kopewczi los inducía; como cachorros, como simples animales, mis pobres y buenos tíos llenaban la casa de alcohol, amigos, amigas y, claro, mujeres de papel.
A mi tío Luis Ignacio, aquéllas autoridades sosas e incompetentes tuvieron que liberarlo: no había pruebas suficientes y, para ese momento, la policía no podía darse el lujo de, como siempre parece hacerlo, fabricar falsas evidencias: las olimpiadas del año 68 estaban muy cerca y los revoltosos estudiantes debían de ser castigados, ¡los asuntos nacionales eran, en ese momento (y lo siguen siendo) más importantes que los asuntillos de una colonia...! Así, la muerte del señor licenciado Uribarri-Bosch quedó bajo la flexible cadena de la tinta y el papel; las memorias y los hechos quedaron, todos juntos, apilados con las memorias y los hechos de otros casos similares en el Ministerio Público: ¡no hay tiempo y menos esfuerzo para investigar semejante fruslería!
En mi casa, mientras, las cosas mejoraban con cada día que la memoria del licenciado Uribarri-Bosch se borraba de las mentes. Mis tíos se unieron a los grupos de revoltosos y, junto con ellos, yo me uní a aquéllos grupos de ciudadanos preocupados por lo que sea que nos preocupábamos... Bueno, ¿para qué hacer el cuento largo si, todo, absolutamente todo, termina con la muerte?: mis tíos, hombres enfermos pero buenos, murieron en la Plaza de Tlatelolco. Al parecer, la piedra paterna de la autoridad quiérase, incluso, de la hipocresía, aquélla piedra que, miserable, pesaba y cansaba al cuello que se ataba, servía no únicamente para doler y extenuar, sino más aún como un perpetuo salvavidas: sin ella, la corriente del gran mar mundano se lleva en su marea cada una de las cosas que en el mundo existen; con ella, en cambio, la muerte accidental no ocurre; parece, por eso, que en mis manos tengo la sangre de los tres hombres que, al menos, supongo respetaba. Si mis ánimos de libertad no me hubieran llevado a cometer el asesinato de mi padre, mis tíos, enfermos sí, pero muy buenos, no habrían sucumbido ante las libertinas misiones que el síndrome de Kopewczi les ordenaba realizar y, de esa manera, no habría yo, se lo digo, llegado nunca hasta este recinto.
Esa, señor juez, es la historia que más recuerdo de todos los sucesos que en 1968 cambiaron al mundo y, por eso, ahora le digo, con todo lo que un hombre ensangrentado puede cargar a sus espaldas, que bien puede usted ordenar que se me apunte con el arma de mi padre y que, al contrario de él, yo aceptaré lo que hice y, más aún, no le diré al oficial que me asesine: "¿le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?"
2. La familia, los valores y la educación, ¡hermosos pilares de los que, como ya dije, mi padre era acérrimo defensor!; ¡si al menos alguno de ellos le hubiera valido suficiente como para evitar que enloqueciera! Empero, no fue así: mi pobre padre, duro y fuerte; alto y grande; receloso de la estructura firme y protector de la estructura correcta; todo señor de sus propios instintos y de sus pensamientos, fue tan señor de sus propios instintos como lo sería cualquiera con dos hermanos enfermos y con una familia cansada de semejante sistema. Hasta ahora que, por fin, puedo hablar sobre ello, me doy cuenta de que, al final, era necesario que el licenciado Uibarri-Bosch terminara de aquella manera sus días:
Por fuera, como ya he dicho, mi padre parecía firme y fuerte; sin embargo, cuando la policía investigaba su muerte, curioso, me escabullí a su despacho -¡tantas veces aquél lugar fue el cadalso tanto mío como de alguno de mis hermanos; ahora, era el escenario donde el espectáculo de la guillotina nos presentaba, como condenado, a un hombre que, otrora, fuere el juez justo de quien transgredía las sacrosantas leyes familiares!- y, en aquel recinto, en uno de los cajones de aquel escritorio, frente a aquel trono que confería inmensa potestad, un sobre blanco. Dentro de aquél sobre, un papel casi tan blanco como su contenedor; y, sobre el papel, volcados, con la letra de mi padre, unos pensamientos que no creí, nunca, que mi padre poseyera:
"... el dolor, inmenso monstruo que tortura y devora al humano, que lo lleva a suponer la maldad en el mundo, es lo único que me mantiene; pues, en el fondo, la dureza y el impaciente semblante que me cargo no son sino dos maneras para que mi familia -ustedes- no caigan en el error en el que yo, alguna vez, caí: suponer que el mal está ahí y, más aún, suponer que era invencible..."
Mientras leía aquéllo, mi cabeza daba vueltas a infinidad de actitudes que el licenciado Uribarri-Bosch presentó en algún momento; tomé aquel sobre y aquel papel y aquellas letras y aquellos pensamientos y salí del despacho-estudio, me dirigí a mi habitación y, sentándome en la orilla de mi cama, no pude otra acción sino la de seguir leyendo aquella parte de mi padre que nunca creí que tuviese.
"... No creo, sinceramente, que entiendan mi posición pues, ninguno de ustedes, ha vivido lo que yo y, por ello, ninguno de ustedes ha sentido en carne viva los granos de sal del mundo: la sal del mundo, caer sobre las heridas y escocer tanto como si un fuego frío, un fuego que nunca se apaga, viviera sobre ellas en la eternidad relativa de la vida de un humano.
"Primero, por supuesto, el abandono del amor que, una vez creí estaría conmigo siempre: su madre; sin embargo, parece que al único al que, verdaderamente, los votos que nos unían bajo santo lazo le importan aún, es a mí... los errores que cometí y las torpezas que nunca pude remediar... nada puedo hacer sino... Y luego, Susana, la mujer a la que mi cansado corazón dio sus últimos alientos..."
Yo, ahí, en la soledad de mi habitación, no podía entender nada de lo que leía, pues las ideas de aquella carta no correspondían a la imagen que en mi mente se había formado de mi padre; pasaba las palabras pero, mientras las pasaba, nada podía conectar, solamente era confusión de tinta y poder... de tinta y mente... sin embargo, después de unas cuantas lineas más, pude darme cuenta de que mi padre, de que aquél Inamovible, de que aquél Duro, de que aquél Intransigente, sufría; y ese sufrimiento lo había llevado a la locura: mi padre enfermó tanto como mis tíos, quizá más, pues, en la última línea, como si estuviera luchando consigo, escribía:
"... es tan grande que, con mucho, me sobrepasa; es tan grande que, por mucho, se aleja de la realidad y de lo que, inclusive, mi pobre espíritu puede contener... ¡No seas cobarde, eres incluso cobarde para ser cobarde... mírala, ahí está, ahí está y brilla tanto como brillará la luz cuando todo termine: esa luz es el signo de la luz que, luego, invadirá toda tu mente..."
Luego de esas palabras, aquellos pensamientos no seguían, el signo de puntuación no se cerraba... ahora, con los hechos que en mi casa han pasado, creo que la luz de la que mi padre hablaba era el reflejo del cañón del arma. ¡Cuánto me faltó conocer a mi padre!
Leonardo

jueves, 1 de octubre de 2009

¿Le importaría...?

I) Sólo entonces empecé a notar la presencia de Susana en la casa, el librero tan lleno de Fuentes y la mesa tan llena de flores malolientes. Susana con el ojo izquierdo inflamado invadía la cocina, el cuarto de mi difunto padre y el baño con su ridículo papel rosa. Totalmente olvidada, vivía en la cabaña del terreno de-en-frente, su corazón palpitaba por un México de tinta, un México suplicante. Encerrada entre la madera hinchada y el techo de lámina Susana leía olvidada del mundo.
Y cuando mi tío Luis fue aprehendido, la ya no tan buena Susana dejó de leer, y no sé con que clase de poder se nombró autoridad en la casa. Y ciertamente no lamentaba la pérdida de mi padre; pero les aseguro que no cualquier persona tenía el derecho de reprenderme,mucho menos si era mujer y por encima de todo revolucionaria.
II) Y dado que lo propio de los jóvenes es faltarle el respeto al pasado. Y como ya dije, mis tíos nunca fueron adultos y yo a los nueve años aún no me consideraba del todo una persona. ¿Qué podía importarnos la muerte del padre? Además nuestras nalgas seguían adoloridas por la reprimenda del día anterior. No sentíamos ni alegría ni pena. Solos, casi arrojados a un mundo que peleaba por causas que nos eran desconocidas, en una era que no nos correspondía; un año en el que nada podíamos hacer excepto sobrevivir más juntos que nunca. Y aun así, la soledad nos perseguía tenaz. Los agentes seguían buscando al culpable, pero sólo tenían un sospechoso, mi tío Luis.
Fueron vanos nuestros testimonios y la falta de evidencias físicas. El abogado especulaba, el juez imaginaba, la audiencia descartaba las historias que no fueran revolucionarias. El periódico del día siguiente mostró en primera plana a un Luis cabizbajo y triste rodeado por policías "eficientes". Llamaron al caso "misterio Urribari-Bosch" y sólo fue resuelto en el 69 con la noticia de que el culpado era inocente.
III) La muerte de Urribari-Bosch fue, como hubiera dicho él una "reconveniencia oportuna y necesaria". El acta de defunción, una y otra vez modificado callaba su muerte. Los tíos tan desorientados como yo buscaron los brazos inmortales de la madre ausente. Nada, sólo una herencia desmesurada que de nada sirvió para pagar la fianza del tío Luis.
Sin miedo, dolor, o compasión aparente, mi padre ya había fallecido, construía poco a poco su propio camino hacia la muerte. Lo imagino el puro en la mano, completamente indiferente, él ya no era nada, y nada podían quitarle.
Urribari-Bosch sólo vivió en Luis, en Fernando en su esposa, en Susana y en mí. Él era lo que había dejado en nosotros; mi padre es lo que soy ahora, y no es ese franquista aparentemente frío y cruel, ni las cenizas que dejamos enterradas en el jardín, ni la foto que cuelga olvidada en el fondo de su armario. Es quien habiendo cumplido su deber no podía sino morir cumpliéndolo.
IV) Respetar el honor de la familia a través de la obediencia. Mi padre me dijo que "si no me importaría", apeló a mi voluntad, no se apela a la voluntad de un hijo adolorido. Yo no desobedecí, es más, ejecuté la orden con gran maestría, pensé en las consecuencias de que me importara o no. Lo contemplé por varios minutos, y sí si me importaba. Me importaba que siguiera bebiendo su "Cardenal", me importaba que disfrutara estar sentado en ese sillón espantoso, me importaba que la hubiera dejado ir.
Si me importa no apuntar el cañón de la pistola hacia él y hacia los agentes que culparon al tío Luis y también hacía los encargados del psiquiátrico donde vive Fernando y me importa dejar el cañón muy cerca de su sien, que no pudieran ver otra cosa que el gatillo bajar lentamente, sin posibilidad de perdón.
Yo lo vi con mi madre, no hubo nunca hippie alguno, él la golpeó hasta matarla. Como Tommy perdí contacto con el mundo. Sólo sobrevivía en mí un solo deseo, tan primitivo que no dejó espacio a la compasión. Murió sin más escandalo el señor Uribarri-Bosch, entre el recuerdo de una madre olvidada y una soledad casi animal.
El quinto final es un producto que aún no se encuentra a la venta debido a la alza de precios en el sector ideas, perdone las molestias.
Chloe.

Multiforme

a. Años después conocí a Renata. Mis tíos tardaron poco tiempo en hacerme notar sus atributos físicos. Los noté, pero no con ese curvilíneo énfasis que los tíos agregaron. Nadie entraba al cuarto de mi padre. Ni siquiera para limpiar. El asesinato de mi padre quedó sin resolverse, como era de esperarse. Renata me escuchaba mientras hablaba por horas acerca del carácter frío del licenciado y lo poco que lo extrañábamos. Mis monólogos transcurrían por horas mientras el mercado de la Portales con sus productos baratos se encargaba de darle un beso de despedida al tiempo, o algo así de cursi. Eventualmente me di cuenta de que nada cambió, excepto el nuevo aire de ligereza en la casa.

b. Los investigadores de la policía investigaron rebuscadoramente los escombros pistolezcos del regicidio –patricidio–, invocando pistas a cada momento, como a un fantasma. El fantasma pistero se apareció a las dos de la mañana cuando el tío, embriagado de mezcal barato, gritó embriagadamente por la calle de Santa Cruz esquina con Bruselas a los cuatro vientos su arrepentimiento patricida. El otro tío, mayor por una pentada de minutos, tomó su brazizquierdo para regresarlo a la casa. Pero el daño se había echado a la mar de las sospechas y el remordimiento remolínico truncó los mareos de la sospecha en la que nadaban los habitantes de la casa –mar: mareo. No es una mera coincidencia– sospechosamente, pero nunca dijeron nada al respecto mientras guardaban silencio al respecto. Chin.

c. fluye-fluye-fluye el tiempo vigorizante de los rebeldes sin causa como un río que en el sesenta-y-ocho frena su cauce ante una presa pero no hablo al respecto sino que desvarío acerca de un tema que no tengo claro. Por años trataré de sobreponerme a la camisa de fuerza como a la muerte del padre y el abandono de la madre y los tíos adolescentes que ya no son míos y la sensación de que siempre estaré sólo atado en una camisa de fuerza en este hospital de paredes verde-pistache y olor a estignina y acetileno por las noches y los gritos de los otros locos y yo no estoy loco pero si grito demasiado viene la aguja y sueño despierto ante las ruidosas manecillas del reloj que marcan el tiempo que como río fluye-fluye-fluye

d. Pero ahora hablaré del sesenta y ocho. Mi padre siempre se expresó con severidad –más de la acostumbrada– acerca del movimiento estudiantil. Cuando ocurrió la matanza, él supo de primera mano el verdadero número de estudiantes encerrados –sin juicio– en el palacio de Lecumberri. Más aún, él sabía cuántos fueron asesinados o desaparecidos y, en algunos casos, quiénes eran. Pero casi nunca hablaba al respecto; siempre guardó silencio y yo no supe de esto hasta que murió y encontré un diario en su despacho.

De ahí al gusto.
JLC

miércoles, 30 de septiembre de 2009

¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?

I

Mis tíos quinceañeros me habían dicho muchas veces, muchas más, cuánto les enojaba ver que mi papá tenía el control de la casa. A mí no me importaba su manía, siempre hubo un escondite en la lectura que me hacía liberarme e imaginar este mundo y mil más. Comencé a escribir mis propias historias de héroes, de México, de los estudiantes y seguí viajando por el mundo que conoce un niño de nueve años. Las olimpiadas eran lo mejor que podría ocurrirle a un chamaquillo como yo, eran en mi imaginación las pruebas de los que serían los héroes de la tierra. Los fuertes dominarían y ganarían la presea del respeto público; los débiles irían a pelar papas a otro lado. Así que un día jugamos a los guerreros aztecas en la casa mientras el licenciado no estaba. Mis tíos eran los malos, yo era el bueno y mis hermanos no quisieron jugar; eran débiles y no merecían ir a las olimpiadas. Subíamos y bajábamos por todos lados de la casa, corriendo y aventando flechas, hachas, lanzas y todo lo que la imaginación es capaz de crear, destrozando la casa tal como la imaginación la puede dejar. Nos cansamos de Mesoamérica y jugamos al bueno y los malos y feos. Yo era, claro, el vaquero bueno, el mejor de todos y mis tíos eran los “Mellizo fronterizos”, fuera de la ley y de toda convención humana. Me empezaron a perseguir y me escondí en el despacho de mi papá. Era ya de noche y no venían por mí, así que como vaquero que era, me puse a husmear donde se pudo. Encontré muchos papeles que me parecieron francamente tediosos, pero también una pistola. E imaginé que mataba al sheriff. E imaginé que el pueblo me quería porque el sheriff era injusto. E imaginé que el sheriff me decía: “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” Y dejé de imaginar, y fui el mejor de los vaqueros.

 

II

El licenciado nunca dejó de hablar de las costumbres, de la importancia de ser el hombre de la casa, de las reglas, del orden, de las tradiciones y todas esas cosas que se olvidaron en esta democracia de porquería. Y los estudiantes no dejaban de hablar de la mierda del gobierno, de la jaula de la represión, de la libertad. Los jipis jamás se callaron sobre pasarla tranquilo y divertirse. Y mi mamá no estaba. Pero me seguía gustando leer mucho, devorar libros, folletos, volantes, publicidad roja, cuentos vaqueros, lo que pasara por mis manos. Y el licenciado no dejaba a un lado el orden, ni su mano dura. Un día mi tío Luis Ignacio me enseñó qué significaba mucho de lo que leía desde su punto de vista, entendíamos lo mismo así que no fue gran avance. Lo único verdaderamente importante que aprendí fue la palabra “represión”. Sonaba bien y tenía cierto qué-sé-yo que me ganaba y la decía todo el día; un día la dije en la comida en un tono melódico y tragué mi sopa con la cara pegada al plato y sin respirar. “Eso es represión, y ahora se calla”.

Ah, volviendo a lo importante. El 68 en México sí llegó a mis oídos. Mucho oía en la Portales, y algo leí en el Excelsior, y algo llamó mucho mi atención: “Represión”. Por lo que oí que se decía, el gobierno había “reprimido” a los necios; los reprimió con dosis de plomo.

“¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” –dijo el licenciado.

“¿Soy un necio?” –pregunté.

“Si no la bajas, sí” –dijo con serenidad.

Sigo siendo un necio, pero el ya no es autoridad ni en esta casa sigue reinando la manía de orden.

 

III

 

Por cierto, les decía del 68. El licenciado fue siempre un hombre recto y digno de respeto por la coherencia de su integridad de vida, y siempre fue un ejemplo de estricta e impecable disciplina y de ideales. El licenciado, como ciudadano y abogado honrado que era, jamás descuidó sus deberes ni dejó de contemplar un segundo las máximas éticas vitales para una sociedad armónica. Pero la gente no siempre tiene la misma perspectiva de las cosas o las personas, y menos si les quitan a lo que valoran.

El señor Francisco que a dos cuadras de la casa tenía su puesto de periódicos y revistas era el proveedor oficial de la pornografía de mis tíos y también un buen móvil para toda la publicidad del movimiento estudiantil y de las ideas que difundían. Al licenciado no le parecía ninguna de las dos cosas, pero lo toleraba por alguna extraña cuestión de caridad cristiana o algo similar. Pero si algo era en serio para mi padre era: “Pero si alguien escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar”.

Pero para don Francisco el pan para la casa iba antes que los preceptos morales y de decencia y un día que mis tíos no podían salir de la casa, me dieron unos muéganos a cambio de ir por cuento de proxenetas animado que tanto apelaba a su gusto pervertido. Me habían prometido más cuando regresara, así que fui rápidamente y, al volver, el licenciado vio el sexo dibujado en mis manos e imaginó la oscuridad de mi alma. El castigo fue terrible, ya lo olvidé, supongo que como algún medio de negación o de defensa. Hasta le tuve miedo al sexo por diez años o más, pero los setentas fueron buena medicina para el trauma. El licenciado, por fin, se decidió a atar al cuello una piedra de moler y lo delató antes las autoridades correspondientes.

Mis tíos se empezaron a desesperar por no tener más material y quitarse la tensión de otras formas. Una vez, un tío vendió un libro muy preciado del licenciado a cambio de un viaje en taxi y algunos volúmenes de donde las poco damas se dejan retratar, y no eran tanto de selección sino de variedad. Cuando volvió al anochecer porque se había perdido, la mano dura en la cara no se hizo esperar, ni tampoco el cuero de la cintura se cohibió para dejar huellas por su paso. En un arranque de cólera mi tío Fernando salió a defender a su mellizo, pero no vio las escaleras y rodaron sus huesos en cada peldaño;  su hermano mayor también lo golpeó y los quinceañeros quedaron lastimados en el suelo. Mi padre ignoró los gritos de Luis Ignacio que pedían ayuda para su hermano más amigo. Al día siguiente el buen abogado hizo que todo pareciera una pelea por la cual no se podría responsabilizar a Fernando, un accidente y nada más que mereciera mención para aclarar las razones del fallecimiento de este viejo niño.

Días después, en el rencor y el resentimiento mi tío demostró que sí había aprendido muchas otras cosas. Tomó la .38mm y escuché: “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?”. Mi tío ahora pasa su tiempo en alguna prisión, esperando ya la muerte y no el perdón.

 

IV

Si realmente quieren que les cuente del 68, pues poco y opaco es lo que nos llega ahora, tendrán que oír primero por qué aprendí tanto de lo sucedido en la UNAM. El licenciado llevó ante las autoridades a unos vecinos que no dejaron de planear cada movimiento  de la revuelta estudiantil, y mi cristiano padre no toleraría faltas a la autoridad por parte de unos “necios insolentes” irrespetuosos del pasado y las buenas costumbres.  Poco después, se supo quién fue y un día mi padre recibió una visita un poco incómoda a la casa; una de esas personas que obedecen a los ricos que verdaderamente andan tras las ideas y siempre encuentran negocio. Una de esas personas con poco corazón y ni una pizca de alma. Una de esas personas que obedecen sin cuestionar. Una persona que oyó: “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” Una persona que me dejó en la orfandad, mandó a mi tío a la cárcel y me hizo estudiar en la UNAM. Una de esas personas a las que uno no les reclamaría jamás haber acabado con un padre pederasta que infringió cada ley moral en su casa y no dejó de ser candil de la calle.

 

V

 

Si algo no aprendió el licenciado de su segunda patria, fue el uso de los refranes. Efectivamente aprendió mucho de las costumbres, de la forma de pensar, del estilo de vida y de todo el surrealismo que lo rodeaba no sólo en un país nuevo, sino en la década del siglo XX civilmente más conflictiva de todas. La música de los Beatles, Bob Dylan, The Rolling Stones, etc., no dejaba de sonar por todos lados, salvo en mi casa ,donde la censura y la disciplina estaban ahí para despertarnos puntualmente a mí y a mis hermanos cada día. Evidentemente uno tendría el mayor cuidado y dureza para criar a sus hijos en tiempos tan revoltosos; cualquier persona sensata, como bien fue el licenciado, habría aleccionado a sus hijos en todo lo que consideraba digno de cuidarse y ser respetado por todas las generaciones venideras y pasadas, por todas las buenas costumbres que permitían una sana convivencia en un país en vías de desarrollo. Claramente cualquier persona prudente, como fue el licenciado, habría cuidado de que a su casa no entrara aquello que merecía un escupitajo y patada en las gónadas de cada insolente que hablara con sus familiares sobre estas ideas que provocaron esta maldita democracia donde todos hacen lo que quieren y nadie respeta nada ni a nadie. Indudablemente, cualquier persona ordenada procuraría un lugar para cada cosa y que cada cosa permaneciera en su lugar, como bien hizo el licenciado. Inevitablemente todos estos cuidados no serían tan efectivos en un país donde las ideas y los chismes corren como los sobornos a los funcionarios públicos, donde los niños aprenden más en la calle y lo llevan a la casa. Innegablemente un niño es curioso y escucha de todo lo que pasa por el aire y entiende mucho o poco, pero siempre entiende lo que a él le pasa, y esa curiosidad lo lleva a pensar, tal vez bien o mal, pero siempre está pensando; siempre está pensando en lo que podría hacer cuando crezca, en lo que hay donde no le dejan meterse, en que una pistola es la perfecta herramienta para la venganza contra quien lo ha dañado y lo ha herido. Placenteramente un niño escucharía “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” mientras sostiene el hierro frío en sus manos y es verdugo de su propio padre. Si algún refrán no aprendió mi papá ni en México ni en España fue: Cría cuervos y te sacarán los ojos.

martes, 29 de septiembre de 2009

Ella...

Claro que sí. Westbourne Terrace era una vieja casona londinense que daba a la calle, sin jardín ni patio delantero. Sus paredes rozaban las de las casas contiguas. Nada en el exterior denotaba ninguna cosa extraordinaria; era una casa como cualquier otra, descuidada sin llegar a ruinas.

Cuando entré, lo primero que me sacudió fue el silencio. A pesar de que nos recibía, justo a la entrada, un gran reloj de pared, su péndulo colgaba inmóvil y las manecillas permanecían —según me dijo Marmaduke— detenidas, marcando la hora del último suspiro de Maude-Evelyn. Desde entonces, el tictac y el redoblar de sus campanas habían callado. La chimenea guardaba aún cenizas. Frías. Probablemente, las del último fuego que encendieron los Dedrick. La sala, en la penumbra, no dejaba ver nada extraordinario, salvo la completa ausencia de polvo, lo que me llevó a deducir que él pagaba una mucama que limpiase y sacudiese, aunque bien podría haber sido Lavinia quien la hiciera; lo ignoro.

Marmaduke, apesadumbrado —como si respirara nostalgia en cada esquina—, y Lavinia me condujeron escalera arriba para que conociera la planta alta y, sobre todo, la habitación de Maude-Evelyn. Los escalones bajo mis pies chirriaron y crujieron. De nuevo, me percaté de que el barandal estaba libre de polvo. Era aquella una casa a todas luces inhabitada y desierta, obscura y gélida, si bien no la cubrían telarañas ni carcomía la humedad a los muros ni a los muebles los cubrían mantas, como sucede con todas las casas abandonadas.

En el pasillo de la planta alta me topé con una tríada de retratos: de los señores Dedrick, que lucían, en efecto, como la gente normal y decente, sin nada en especial; y, al centro, el de Maude-Evelyn. Me sorprendió verdaderamente no nada más la pintura en sí misma —los vivos colores, la destreza de cada pincelada—, sino la belleza inaudita de la joven plasmada sobre el lienzo: la boca roja, el pelo casi tan terso como su faz, los ojos azules de mirada intensa, la pose a tres cuartos que me confrontó como espectadora. Vaya que ahora sí comprendía el encanto que despertaba y en el que envolvía a la gente: a sus padres, a Marmaduke, a Lavinia y ahora a mí. De hecho, a partir de entonces, la planta alta de aquella casona se me figuró más iluminada y colorida. Sí, entraba más luz por las ventanas, que tenían corridas las cortinas; también un florero se engalanaba con flores recién cortadas precisamente a los pies del retrato.

Entré, al fin, en su dormitorio, que me enterneció por la sutiliza de sus colores, por la calidez de sus matices y la elegancia del decorado, del mobiliario, de los tapices y de los adornos. En verdad que ellaella! ¡Sí, Maude-Evelyn, tan hermosa, tan apacible, como si durmiera profundamente. Su cabellera rubia caía grácilmente sobre las almohadas, casi sin tocarlas, y su piel brillaba de blancura como uno esperaría de la nieve y no de un cuerpo. Es hermosa. Tú también deberías conocerla, querido. tenía buen gusto. ¿Que qué más vi? Querido, no te impacientes, que lo mejor está por venir. ¡Sobre la cama yacía

IX

Así continuó Lady Emma, contándonos maravillas de Maude-Evelyn, como si fuese una especie de Bella Durmiente del Londres moderno, esperando a su príncipe azul. La vieja se regocijaba con su relato, de cómo ella, Lavinia y Marmaduke, a pesar del luto, vivían todos felices, al menos cuando se reunían en torno a ella, en esa casa de tesoros.

Tiempo después, cuando Lady Emma murió, yo me enteré que la policía de Londres, debido a no recuerdo qué, había registrado aquella propiedad y hallado los cadáveres, entre putrefactos y cuasi momificados, del matrimonio Dedrick y de la joven Maude-Evelyn. Marmaduke y Lavinia fueron sujetos a un proceso judicial. El juez los confinó a una ‘casa de retiro’. Nunca visité Westbourne Terrace y jamás la conocí.

G. G. Jolly

domingo, 27 de septiembre de 2009

Maud-Evelyn

Unos cuantos días después acompañé a Lavinia a Westbourne Terrace. Era una casa escrupulosamente pensada y cada detalle en ella hacía una pincelada más en una pintura brillantemente cuidada. Me sentía en una fantasía que, más que soñada, era cada día revitalizada con el pasar del tiempo; de alguna forma el pasado seguía vivo en ese lugar. En cuanto llegamos, subimos a los cuartos que visité y miré minuciosamente. Daban la sensación de un museo que en la noche esperaba a sus dueños, pues todos estaban estáticos y el aire olía a respirado pero no a estancado. Pasé a los baños donde las toallas colgaban y el tiempo volvía a correr con cada mirada. Las cosas parecían haber absorbido la vida de sus dueños fallecidos. No sentía ningún miedo, ningún escalofrío; al contrario, empecé a querer a la familia que jamás conocí, a sentirme parte de ella. Después de haber visitado todos los cuartos, Lavinia me preguntó si podría esperar sola en la casa cuidándola pues el jardinero tendría que venir en esas horas pero ella tenía que irse a arreglar algunos asuntos pendientes. En mi fascinación por la casa decidí hacerlo.

Bajé a la cocina, tomé un vaso de agua, recorrí el piso de abajo y me senté en un sofá a admirar cada detalle. Hasta ese momento comencé a entender a Marmaduke y sus historias. Cerré los ojos y comencé a imaginar cómo habrían pasado el tiempo los cuatro que nos habían dejado. Imaginé a la señora y al señor conversando sobre arte, no pudieron evitar alabar a Oscar Wilde y sus críticas a la sociedad inglesa. Me senté a escuchar sus opiniones cuando de pronto voltearon a la puerta por donde entraban la hija y mi amigo. Tomaron sendas tazas de té verde y se sentaron frente a los señores. El diálogo del arte se fue convirtiendo paulatinamente, gracias a la narración de la vida de los recién casados, en una apreciación estética en la vida diaria londinense. Algo había en Londres que era capaz de cautivar a todos sus habitantes, la vida no se detenía jamás y las sorpresas sabían alegrar el ojo y, en cualquier caso, siempre quedaba recorren los jardines de Kensington para poder ver a las familias jugar con sus cometas y correr de un lado a otro; también se podría ir a Hyde Park para caminar mientras se miraba a la gente leyendo en los días soleados. En los días lluviosos, el agua no detenía el disfrute del día en la enigmática ciudad, pero no era tan buen anfitrión como una taza de té caliente, con un poco de miel; si era negro caería mejor un poco de leche.

Las risas no se hicieron esperar en ningún momento, el humor inglés y su refinamiento hacían una cohesión que fluía dentro del cuerpo de todos y la llevaba hasta la cara, a una sonrisa que se acomodaba tan bien como una segunda taza de té. Seguí escuchando la conversación y vino a cuento el escritor J. M. Barrie, y su obra Peter Pan. Todos aclamaron el buen ojo que tuvo para darle más alegría a los jardines de Kensington, a las casas de Earl’s Court y al distrito de Chelsea y Kensington en sí. No pude sino concordar con ellos en cada palabra, parecían leer uno a uno mis pensamientos y seguir las ideas que iban por mi cabeza. Por el aire corría la hospitalidad de tal forma que soñaba con que Lavinia no volviera e interrumpiera con lo que ahora me parecerían celos absurdos, esa niña no tendría más que ofrecer a Marmaduke, nada comparable a lo que su bella esposa le daba. Sonó la puerta y el señor amablemente se paró a abrirla, dejó entrar a una señora a quien le ofreció una silla aparte, debido a que ya ocupábamos todos los lugares de los sofás, y no quedó lejos de la plática. Pero ella, al igual que yo, no comentaba mucho pero parecía menos ajena a las conversaciones y a la familiaridad de sus anfitriones. Ella volteaba a quien tuviese la palabra y sonreía, lo único que llegó a expresar con un comentario fue su alegría de verlos reunidos a todos de nuevo. Por alguna extraña razón, no pude sino concordar en que la bella armonía que componían entre palabras y risas, en lo ameno que hacían la estancia y en lo acogedora que convertían la casa.

Cuando hube dicho eso, las primeras palabras de mi boca, todos me voltearon a ver cómo si recién hubiese llegado y me dieron la bienvenida. Fruncí el ceño con extrañeza y, antes de decir cualquiera otra cosa, Marmaduke me presentó ante todos y me respondieron con una sonrisa. El señor dijo que hacía tiempo me esperaban con ansias y que esperaban que ahora entendiese a mi amigo.

-Lady Emma, disculpe que la despierte pero ya nos vamos. Dijo Lavinia con calma.

-No hay cuidado, querida, pero ¿qué hay del jardinero? Pregunté intentando disimular que había dormido cuando debí estar cuidando.

-¿El jardinero? No hay cuidado, mi lady, esta señora llegó hace unas horas y lo recibió; dijo que la vio durmiendo y no quiso despertarla. Amablemente se quedó a cuidar su sueño.

De la cocina salió una mujer a quien no puedo describir, no porque no halla palabras para hacerlo sino porque veía en ella a alguien más, alguien que se escondía bajo ese cuerpo así que aunque encontrara las palabras indicadas, no la podrían reconocer si les dijera lo que vi. ¿Quién era, querido? No recuerdo su nombre, pero era la médium.