domingo, 4 de octubre de 2009

1. Tal hecho trágico merecía una dedicatoria especial de mi parte. Tras su muerte, me encargue, personalmente, de todos los arreglos necesarios, a pesar de mi edad, y con ayuda de mi hermano mayor Alberto –evidentemente, él hizo más que yo-. Busqué la vieja libreta cubierta de piel, de mi padre. Y marque todos los números telefónicos que ahí aparecían. Extraña fue la sensación, cuando encontré en la agenda, en el apartado de los nombres que empieza con la letra “S”, una Susana. ¿Será la Susana, la que nos dejó por cuestiones ideológicas? Pensé. La simpática mujer que también me abandono. La ilusión creció en mi mente, se infló como un globo, que creció hasta reventar. Y con la explosión me arriesgue a llamar. Marqué con miedo pero impulsado por la esperanza. La de volver a ver a esa dulce mujer de piel blanca y suave como la seda; de volver a sentir sus brazos, su pecho contra mi rostro, su alegría. Por la bocina escuchaba el tono, indicando que marcaba. Hasta que, tras una espera tortuosa, alguien respondió. “Sí, bueno, ¿Quién habla?“era la voz de un hombre. Pero las palabras no me salían, esperaba escuchar una voz femenina, no la de un hombre, así que de inmediato imaginé que se trataba del poeta Tinajero. “Busco a Susana” no dije su apellido porque ante el nerviosismo lo olvidé. “¡Susana! ¡Esa pinche vieja se largo”- gritó fúrico, incluso pude escuchar los golpes contra una superficie a través de la línea “no me preguntes por esa malagradecida” colgó. La incertidumbre me intoxico que “¿habrá sido de ella?” me pregunté tantas veces durante los días siguientes.
El día del funeral, mis tíos, mis cuatro hermanos y yo. No lloramos. El licenciado Joaquín Uribarri- Bosch nunca lo hubiese permitido. Los siete estábamos ahí, frente al ataúd, en la funeraria, estoicos, con firmeza marcial. Escuchando los lamentos fingidos de otros que conocían a mi padre, pero que, solo por “¿qué van a decir de mi si no voy?” asistieron.
En algún momento me fastidie por mis tíos, con sus rencores adolescentes e infundados - todo lo que hizo fue por su bien- mis hermanos con ganas de llorar pero conteniendo los suspiros y sacando las lagrimas. Salí de la funeraria para tomar un poco de aire, me senté sobre una banca, levante la vista al cielo y caía en la inevitable tentación de las suposiciones con respecto a la extraña muerte de mi padre. Primero se dijo que había sido uno de mis tíos, Luis Ignacio para ser preciso, luego que no. Las huellas de zapatos encontradas sobre la alfombra árabe, tendida frente al sofá de mi padre, indicaba que se trataba de un par de tacones. ¿Pero qué mujer le hubiese tenido tanto reconocer como para matarlo? ¿Susana? ¡Mi madre! ¿Alguna de ellas había regresado para matarlo pero no para buscarme, a mí, que ese entonces era un niño de 9 nueve años. En ese momento él de los rencores resulté ser yo. Ardido y frustrado, mi padre había alejado a todas las mujeres de mi vida, y luego me dejó solo.
Al abrir mis ojos, las nubes habían huido el cielo de la ciudad de México, bajé la vista a lo terrenal y me encontré con una mujer de negro. Llevaba puestos un par de lentes, cubierta por un velo, que junto con sus lentes, cubrían casi todo su rostro, a excepción de su boca. Una boca teñida de rojo, de labios delgados como desgastados. La mujer se acerco a mí, con un caminar impaciente y luego se sentó a mi lado. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. Se quito los lentes, pero sus ojos estaban cerrados, luego se quito el velo ¡madre! Grité -un hijo siempre reconoce a su madre-. Salté de alegría y la abracé, y me abrazó. De pronto llegó un par de patrullas, con prisa, se bajaron los uniformados, con pistola en mano, dirigiéndose a nosotros. “!señora!” le gritó a mi madre uno de esos monigotes “no se mueva” se acercaron a nosotros “quédese aquí con el niño” dijo otro. Pero yo no sabía que sucedía. Entonces mi madre me volteo a ver con ternura y me dijo que todo estaría bien. Uno de los policías se paró frente a nosotros y nos condujo de buena manera a una patrulla. El resto de los azules ingresaron al edificio. Escuche un escándalo pero solo duró unos cinco minutos, después salieron los policías arrastrando a mi hermano Alberto. Yo estaba muy desconcertado y le pregunté a mi madre. Ella suspiro, como si cargará una culpa que no soportaba “tu hermano mató a tu padre” me dijo. “¿Pero como podía ser eso posible?” Le pregunté “Se supone que el licenciado fue asesinado por una mujer”. Ella me contesto con algo que nunca imaginé antes, hasta ese día –es que tu hermano era travesti-. Yo en ese entonces a que se refería con eso. Pero después todo encajaba. El sacrificio de mi hermano por darle una satisfacción a mi padre había tenido consecuencias. El puto, muy maricón, lo mató. Pero yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi hermano homosexual, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.


2. Tal hecho trágico merecía una dedicatoria especial de mi parte. Tras su muerte, me encargue, personalmente, de todos los arreglos necesarios, a pesar de mi edad, y con ayuda de mi hermano mayor Alberto –evidentemente, él hizo más que yo-. Busqué la vieja libreta cubierta de piel, de mi padre. Y marque todos los números telefónicos que ahí aparecían. Extraña fue la sensación, cuando encontré en la agenda, en el apartado de los nombres que empieza con la letra “C”, una Carmen. ¿Será Carmen mi madre? la que nos dejó por cuestiones ideológicas; la mala mujer que me abandono, por ir tras de un pulgoso romántico. La ilusión creció en mi mente, se infló como un globo, que creció hasta reventar. Y con la explosión me arriesgue a llamar. Marqué con miedo pero impulsado por la esperanza. La de volver a sentir la ternura materna, porque un hijo y una madre nunca deben separarse, y menos el hijo tiene indefensos nueve años. Por la bocina escuchaba el tono, indicando que marcaba. Hasta que, tras una espera tortuosa, alguien respondió. “Sí, bueno, ¿Quién habla?“era la voz de un hombre. Pero las palabras no me salían, esperaba escuchar una voz femenina, no la de un hombre, así que de inmediato imaginé que se trataba del jipi. “Busco a la señora Carmen”. El tipo se río, luego enmudeció “¡Carmen! ¡Esa pinche vieja se largo”- gritó fúrico, incluso pude escuchar los golpes contra una superficie a través de la línea “no me preguntes por esa malagradecida” colgó. La incertidumbre me intoxico que “¿habrá sido de ella?” me pregunté tantas veces durante los días siguientes.
El día del funeral, mis tíos, mis cuatro hermanos y yo. No lloramos. El licenciado Joaquín Uribarri- Bosch nunca lo hubiese permitido. Los siete estábamos ahí, frente al ataúd, en la funeraria, estoicos, con firmeza marcial. Escuchando los lamentos fingidos de otros que conocían a mi padre, pero que, solo por “¿qué van a decir de mi si no voy?” asistieron.
En algún momento me fastidie por mis tíos, con sus rencores adolescentes e infundados - todo lo que hizo fue por su bien- mis hermanos con ganas de llorar pero conteniendo los suspiros y sacando las lagrimas. Salí de la funeraria para tomar un poco de aire, me senté sobre una banca, levante la vista al cielo y caía en la inevitable tentación de las suposiciones con respecto a la extraña muerte de mi padre. Primero se dijo que había sido uno de mis tíos, Luis Ignacio para ser preciso, luego que no. Las huellas de zapatos encontradas sobre la alfombra árabe, tendida frente al sofá de mi padre, indicaba que se trataba de un par de tacones. ¿Pero qué mujer le hubiese tenido tanto reconocer como para matarlo? Susana ¡mi madre! ¿Alguna de ellas había regresado para matarlo pero no para buscarme, a mí, que ese entonces era un niño de 9 nueve años. En ese momento él de los rencores resulté ser yo. Ardido y frustrado, mi padre había alejado a todas las mujeres de mi vida, y luego me dejó solo.
Al abrir mis ojos, las nubes habían huido el cielo de la ciudad de México, bajé la vista a lo terrenal y me encontré con una mujer de negro. Llevaba puestos un par de lentes, cubierta por un velo, que junto con sus lentes, cubrían casi todo su rostro, a excepción de su boca. Una boca teñida de rojo, de labios delgados como desgastados. La mujer se acerco a mí, con un caminar impaciente y luego se sentó a mi lado. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. Se quitó los lentes, pero sus ojos estaban cerrados, luego se quito el velo ¡Madre! Grité -un hijo siempre reconoce a su madre-. Salté de alegría y la abracé, y me abrazó. De pronto llegó un par de patrullas, con prisa, se bajaron los uniformados, con pistola en mano, dirigiéndose a nosotros. “!Señora!” le gritó a mi madre uno de esos monigotes “no se mueva” se acercaron a nosotros “quédese aquí con el niño” dijo otro. Pero yo no sabía que sucedía. Entonces mi madre me volteo a ver con ternura y me dijo que todo estaría bien. Uno de los policías se paró frente a nosotros y nos condujo de buena manera a una patrulla. El resto de los azules ingresaron al edificio. Escuche un escándalo pero solo duró unos cinco minutos, después salieron los policías arrastrando a una mujer. Yo estaba muy desconcertado y le pregunté a mi madre. Ella suspiro, como si cargará una culpa que no soportaba “¿Recuerdas a Susana? Los policías descubrieron que mató a tu padre” me dijo. “¿Pero cómo podía ser eso posible?” Le comenté “Se supone que fue asesinado por una mujer”. Ella me contesto con algo que nunca imaginé antes, hasta ese día –Es que Susana estaba un poco loca-. Yo entendí a que se refería con eso. Susana gritaba al cielo “yo no fui” repetidamente “fue su esposa yo la vi” pero nadie le hacía caso. Mientras mi madre me abrazaba y tapaba mis oídos. “Lo bueno es que maté dos pájaros de un tiro” en varias ocasiones quise preguntarle a mi madre que había sucedido, luego intuí que ella había matado a al licenciado pero no entendía por qué habían culpado a Susana. El 68 lo olvidé, yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi madre o a Susana, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.


3. Tal hecho trágico merecía una dedicatoria especial de mi parte. Tras su muerte, me encargue, personalmente, de todos los arreglos necesarios, a pesar de mi edad, y con ayuda de mi hermano mayor Alberto –evidentemente, él hizo más que yo-. Busqué la vieja libreta cubierta de piel, de mi padre. Y marque todos los números telefónicos que ahí aparecían. Extraña fue la sensación, cuando encontré en la agenda, en el apartado de los nombres que empieza con la letra “S”, una Susana. ¿Será la Susana, la que nos dejó por cuestiones ideológicas? Pensé. La simpática mujer que también me abandono. La ilusión creció en mi mente, se infló como un globo, que creció hasta reventar. Y con la explosión me arriesgue a llamar. Marqué con miedo pero impulsado por la esperanza. La de volver a ver a esa dulce mujer de piel blanca y suave como la seda; de volver a sentir sus brazos, su pecho contra mi rostro, su alegría. Por la bocina escuchaba el tono, indicando que marcaba. Hasta que, tras una espera tortuosa, alguien respondió. “Sí, bueno, ¿Quién habla?“era la voz de un hombre. Pero las palabras no me salían, esperaba escuchar una voz femenina, no la de un hombre, así que de inmediato imaginé que se trataba del jipi. “Busco a Susana” no dije su apellido porque ante el nerviosismo lo olvidé. “¡Susana! ¡Esa pinche vieja se largo”- gritó fúrico, incluso pude escuchar los golpes contra una superficie a través de la línea “no me preguntes por esa malagradecida” colgó. La incertidumbre me intoxico que “¿habrá sido de ella?” me pregunté tantas veces durante los días siguientes.
El día del funeral, mis tíos, mis cuatro hermanos y yo. No lloramos. El licenciado Joaquín Uribarri- Bosch nunca lo hubiese permitido. Los siete estábamos ahí, frente al ataúd, en la funeraria, estoicos, con firmeza marcial. Escuchando los lamentos fingidos de otros que conocían a mi padre, pero que, solo por “¿qué van a decir de mi si no voy?” asistieron.
En algún momento me fastidie por mis tíos, con sus rencores adolescentes e infundados - todo lo que hizo fue por su bien- mis hermanos con ganas de llorar pero conteniendo los suspiros y sacando las lagrimas. Salí de la funeraria para tomar un poco de aire, me senté sobre una banca, levante la vista al cielo y caía en la inevitable tentación de las suposiciones con respecto a la extraña muerte de mi padre. Primero se dijo que había sido uno de mis tíos, Luis Ignacio para ser preciso, luego que no. Las huellas de zapatos encontradas sobre la alfombra árabe, tendida frente al sofá de mi padre, indicaba que se trataba de un par de tacones. ¿Pero qué mujer le hubiese tenido tanto reconocer como para matarlo? Susana ¡Mi madre! ¿Alguna de ellas había regresado para matarlo? pero no para buscarme, que en ese entonces era un niño de 9 nueve años. En ese momento, él de los rencores, resulté ser yo. Ardido y frustrado, mi padre había alejado a todas las mujeres de mi vida, y luego me dejó solo.
Al abrir mis ojos, las nubes habían huido el cielo de la ciudad de México, bajé la vista a lo terrenal y me encontré con una mujer de negro. Llevaba puestos un par de lentes, cubierta por un velo, que junto con sus lentes, cubrían casi todo su rostro, a excepción de su boca. Una boca triste y roja, con el labial corrido. La mujer se acerco a mí, con un caminar impaciente y luego se sentó a mi lado. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. Se quito los lentes, pero sus ojos estaban cerrados, luego se quito el velo ¡Susana! Grité. Era tal y como la recordaba. Solo que ahora su cabello estaba teñido de rubia. Mi miró con angustia, su boca se abrió lentamente y comenzó a hablar “siento mucho que tu padre ya no esté” y una lagrima cayó “pero es después de lo que me hizo, sé que no lo hacía con mala intención pero…” y su voz se ahogo por un instante “lo que te hacía no tenía perdón”. Se seco un par de lágrimas y me pidió perdón. De pronto llegó un par de patrullas, con prisa, se bajaron los uniformados, con pistola en mano, dirigiéndose a nosotros. “!señora!” le gritaron a Susana, fue uno de esos monigotes “no se mueva” gritó otro. Se acercaron a nosotros “aléjese del niño”. Pero yo no sabía que sucedía. Entonces Susana me volteo, se despidió y me empujo hacia los policías. Uno de ellos me atrapó en sus brazos y me alejo del lugar. Escuche más gritos “tiene un arma”. Pude ver como Susana sostenía la Smith y Wesson 38mm, y la deslizaba en el aire, primero pensé que dispararía hacia los policías pero no lo hizo. La coloco contra su cabeza, con el cañón apuntando a su sien derecha; cerró los ojos; disparó. Aun tengo garbado en mi mente el rugido del arma, los sesos volando y esparcidos por todos lados, no rojos, morados, como gelatina. Al parecer mi tío Luis Ignacio encontró la agenda de mi padre, en ella encontró el numero de Susana,. Se comunico con ella y le contó todo lo que en esta casa sucedía desde su partida, de dicha mujer. Susana no soporto más busco a mi padre. Ella sabía donde escondía su pistola, la tomo, espero a que el viejo licenciado se sintiera en confianza y le disparó. Todo encajaba. Pero yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi hermano homosexual, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.


4. Mi padre murió de tres tiros, salidos de su Smith & Wesson. Pero mi tío Luis no cometió el crimen. Él no tenía la capacidad, ni sabía donde mi padre guardaba su pistola. Esa noche mi padre me llamó a su despacho, sin saber porque, comencé a llorar. Caminé lentamente hacia el despacho, con frío, la piel se me erizaba, mi cuerpo parecía no querer hacer caso del comando de mi intelecto. Toqué la puerta “pasa” gritó. Entré, aterrado, sin entender realmente porque. Después del encuentro, el viejo se durmió. Yo me quede tendido sobre el suelo, sobe la alfombra árabe. La cual recuerdo olía a té de canela. Una vez el mayor de mis tíos derramó el té sobre la alfombra, y desde entonces olía a canela. En fin, yo estaba sobre la alfombra, desnudo y con una sensación indescriptible. Entonces vi sobre la mesa el brillo metálico de la pistola. Su singular fulgor me sedujo, me levanté y vi al viejo dormido tranquilamente, sentado sobre su sofá, sin culpa alguna. Entonces algo se apoderó de mí. Mi cuerpo, ya no era mi cuerpo. Tomé el arme y con maestría ajena, cargué el arma. Abrí el cajón donde se guardaban la municiones, coloque tres balas en los compartimientos, levanté la pistola, apunté y, en ese preciso momento, el licenciado despertó. “Te importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí” me dijo. Cerré mis ojos, el licenciado dijo más, creo que hasta gritó pero no recuerdo bien; después escuché tres disparos ¡pum, pum, pum!. Abrí mis ojos después del accidente. Y fui testigo de mi descuido. El infeliz ¡perdón! Corrijo, mi padre… estaba sentado sobre su sofá, con los ojos apuntando al techo. Las manos colgando de sus hombros. Su pecho estaba ensangrentado; su cuello también. La sangre fluía velozmente sobre su estomago, seguía sobre su abdomen, y finalmente recorría la parte inferior del sofá hasta caer, precipitadamente, sobre el suelo de madera. Aun escucho, el ruido… ¡tap, tap, tap! El sonido de la sangre golpeando el piso. Pero yo no quería hablar de esto, Yo no quería hablar de mi padre suplicándome, con pavor que no le apuntara con el cañón de su pistola a él. Yo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.



5. Mi padre murió de tres tiros, salidos de su Smith & Wesson. Pero mi tío Luis no hubiese cometido tal crimen por sí solo, no el no pudo; necesito ayuda. Si, la mía, yo robe el arma, el resto lo hizo el rencor, pero el rencor de mi tío. Esa noche había regresado del despacho del licenciado, aturdido, confundido, la cabeza me dolía, el cuerpo me dolía, y en eso mi tío Luis Ignacio me encontró. Mis lágrimas fueron la escusa perfecta. El solía tener arranques de ira, como los de un adolescente, fue al despacho. Busco la pistola del licenciado mientras este dormía, la cargó, y apunto, pero no disparó de inmediato, no. Dejo al viejo despertar. Toda mi maldad me ayudó a imaginar aquella escena, mi padre sentado sobre su sofá, adormilado, mi tío empuñando el arma y de repente ¡pum, pum, pum!. La sangre, la roja sangre fluyendo de entre las entrañas del licenciado hacia el piso, goteando tímidamente. Yo estaba tras la puerta, no lo vi pero lo escuché todo, recuerdo bien a mi padre pedirle a mi tío que no apuntase el cañón de la pistola hacia él. Y después, bueno ya lo dije. Como sea, yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi tío Luis Ignacio, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.

viernes, 2 de octubre de 2009

Dos finales alternos...

1. Cuánto podría decir de los rencores y alegrías que la muerte del licenciado Uribarri-Bosch trajo a la casa: mis tíos, sin la autoritaria piedra que mi padre les había puesto al cuello; ahora, podían dar rienda suelta a los placeres a los que el síndrome de Kopewczi los inducía; como cachorros, como simples animales, mis pobres y buenos tíos llenaban la casa de alcohol, amigos, amigas y, claro, mujeres de papel.
A mi tío Luis Ignacio, aquéllas autoridades sosas e incompetentes tuvieron que liberarlo: no había pruebas suficientes y, para ese momento, la policía no podía darse el lujo de, como siempre parece hacerlo, fabricar falsas evidencias: las olimpiadas del año 68 estaban muy cerca y los revoltosos estudiantes debían de ser castigados, ¡los asuntos nacionales eran, en ese momento (y lo siguen siendo) más importantes que los asuntillos de una colonia...! Así, la muerte del señor licenciado Uribarri-Bosch quedó bajo la flexible cadena de la tinta y el papel; las memorias y los hechos quedaron, todos juntos, apilados con las memorias y los hechos de otros casos similares en el Ministerio Público: ¡no hay tiempo y menos esfuerzo para investigar semejante fruslería!
En mi casa, mientras, las cosas mejoraban con cada día que la memoria del licenciado Uribarri-Bosch se borraba de las mentes. Mis tíos se unieron a los grupos de revoltosos y, junto con ellos, yo me uní a aquéllos grupos de ciudadanos preocupados por lo que sea que nos preocupábamos... Bueno, ¿para qué hacer el cuento largo si, todo, absolutamente todo, termina con la muerte?: mis tíos, hombres enfermos pero buenos, murieron en la Plaza de Tlatelolco. Al parecer, la piedra paterna de la autoridad quiérase, incluso, de la hipocresía, aquélla piedra que, miserable, pesaba y cansaba al cuello que se ataba, servía no únicamente para doler y extenuar, sino más aún como un perpetuo salvavidas: sin ella, la corriente del gran mar mundano se lleva en su marea cada una de las cosas que en el mundo existen; con ella, en cambio, la muerte accidental no ocurre; parece, por eso, que en mis manos tengo la sangre de los tres hombres que, al menos, supongo respetaba. Si mis ánimos de libertad no me hubieran llevado a cometer el asesinato de mi padre, mis tíos, enfermos sí, pero muy buenos, no habrían sucumbido ante las libertinas misiones que el síndrome de Kopewczi les ordenaba realizar y, de esa manera, no habría yo, se lo digo, llegado nunca hasta este recinto.
Esa, señor juez, es la historia que más recuerdo de todos los sucesos que en 1968 cambiaron al mundo y, por eso, ahora le digo, con todo lo que un hombre ensangrentado puede cargar a sus espaldas, que bien puede usted ordenar que se me apunte con el arma de mi padre y que, al contrario de él, yo aceptaré lo que hice y, más aún, no le diré al oficial que me asesine: "¿le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?"
2. La familia, los valores y la educación, ¡hermosos pilares de los que, como ya dije, mi padre era acérrimo defensor!; ¡si al menos alguno de ellos le hubiera valido suficiente como para evitar que enloqueciera! Empero, no fue así: mi pobre padre, duro y fuerte; alto y grande; receloso de la estructura firme y protector de la estructura correcta; todo señor de sus propios instintos y de sus pensamientos, fue tan señor de sus propios instintos como lo sería cualquiera con dos hermanos enfermos y con una familia cansada de semejante sistema. Hasta ahora que, por fin, puedo hablar sobre ello, me doy cuenta de que, al final, era necesario que el licenciado Uibarri-Bosch terminara de aquella manera sus días:
Por fuera, como ya he dicho, mi padre parecía firme y fuerte; sin embargo, cuando la policía investigaba su muerte, curioso, me escabullí a su despacho -¡tantas veces aquél lugar fue el cadalso tanto mío como de alguno de mis hermanos; ahora, era el escenario donde el espectáculo de la guillotina nos presentaba, como condenado, a un hombre que, otrora, fuere el juez justo de quien transgredía las sacrosantas leyes familiares!- y, en aquel recinto, en uno de los cajones de aquel escritorio, frente a aquel trono que confería inmensa potestad, un sobre blanco. Dentro de aquél sobre, un papel casi tan blanco como su contenedor; y, sobre el papel, volcados, con la letra de mi padre, unos pensamientos que no creí, nunca, que mi padre poseyera:
"... el dolor, inmenso monstruo que tortura y devora al humano, que lo lleva a suponer la maldad en el mundo, es lo único que me mantiene; pues, en el fondo, la dureza y el impaciente semblante que me cargo no son sino dos maneras para que mi familia -ustedes- no caigan en el error en el que yo, alguna vez, caí: suponer que el mal está ahí y, más aún, suponer que era invencible..."
Mientras leía aquéllo, mi cabeza daba vueltas a infinidad de actitudes que el licenciado Uribarri-Bosch presentó en algún momento; tomé aquel sobre y aquel papel y aquellas letras y aquellos pensamientos y salí del despacho-estudio, me dirigí a mi habitación y, sentándome en la orilla de mi cama, no pude otra acción sino la de seguir leyendo aquella parte de mi padre que nunca creí que tuviese.
"... No creo, sinceramente, que entiendan mi posición pues, ninguno de ustedes, ha vivido lo que yo y, por ello, ninguno de ustedes ha sentido en carne viva los granos de sal del mundo: la sal del mundo, caer sobre las heridas y escocer tanto como si un fuego frío, un fuego que nunca se apaga, viviera sobre ellas en la eternidad relativa de la vida de un humano.
"Primero, por supuesto, el abandono del amor que, una vez creí estaría conmigo siempre: su madre; sin embargo, parece que al único al que, verdaderamente, los votos que nos unían bajo santo lazo le importan aún, es a mí... los errores que cometí y las torpezas que nunca pude remediar... nada puedo hacer sino... Y luego, Susana, la mujer a la que mi cansado corazón dio sus últimos alientos..."
Yo, ahí, en la soledad de mi habitación, no podía entender nada de lo que leía, pues las ideas de aquella carta no correspondían a la imagen que en mi mente se había formado de mi padre; pasaba las palabras pero, mientras las pasaba, nada podía conectar, solamente era confusión de tinta y poder... de tinta y mente... sin embargo, después de unas cuantas lineas más, pude darme cuenta de que mi padre, de que aquél Inamovible, de que aquél Duro, de que aquél Intransigente, sufría; y ese sufrimiento lo había llevado a la locura: mi padre enfermó tanto como mis tíos, quizá más, pues, en la última línea, como si estuviera luchando consigo, escribía:
"... es tan grande que, con mucho, me sobrepasa; es tan grande que, por mucho, se aleja de la realidad y de lo que, inclusive, mi pobre espíritu puede contener... ¡No seas cobarde, eres incluso cobarde para ser cobarde... mírala, ahí está, ahí está y brilla tanto como brillará la luz cuando todo termine: esa luz es el signo de la luz que, luego, invadirá toda tu mente..."
Luego de esas palabras, aquellos pensamientos no seguían, el signo de puntuación no se cerraba... ahora, con los hechos que en mi casa han pasado, creo que la luz de la que mi padre hablaba era el reflejo del cañón del arma. ¡Cuánto me faltó conocer a mi padre!
Leonardo

jueves, 1 de octubre de 2009

¿Le importaría...?

I) Sólo entonces empecé a notar la presencia de Susana en la casa, el librero tan lleno de Fuentes y la mesa tan llena de flores malolientes. Susana con el ojo izquierdo inflamado invadía la cocina, el cuarto de mi difunto padre y el baño con su ridículo papel rosa. Totalmente olvidada, vivía en la cabaña del terreno de-en-frente, su corazón palpitaba por un México de tinta, un México suplicante. Encerrada entre la madera hinchada y el techo de lámina Susana leía olvidada del mundo.
Y cuando mi tío Luis fue aprehendido, la ya no tan buena Susana dejó de leer, y no sé con que clase de poder se nombró autoridad en la casa. Y ciertamente no lamentaba la pérdida de mi padre; pero les aseguro que no cualquier persona tenía el derecho de reprenderme,mucho menos si era mujer y por encima de todo revolucionaria.
II) Y dado que lo propio de los jóvenes es faltarle el respeto al pasado. Y como ya dije, mis tíos nunca fueron adultos y yo a los nueve años aún no me consideraba del todo una persona. ¿Qué podía importarnos la muerte del padre? Además nuestras nalgas seguían adoloridas por la reprimenda del día anterior. No sentíamos ni alegría ni pena. Solos, casi arrojados a un mundo que peleaba por causas que nos eran desconocidas, en una era que no nos correspondía; un año en el que nada podíamos hacer excepto sobrevivir más juntos que nunca. Y aun así, la soledad nos perseguía tenaz. Los agentes seguían buscando al culpable, pero sólo tenían un sospechoso, mi tío Luis.
Fueron vanos nuestros testimonios y la falta de evidencias físicas. El abogado especulaba, el juez imaginaba, la audiencia descartaba las historias que no fueran revolucionarias. El periódico del día siguiente mostró en primera plana a un Luis cabizbajo y triste rodeado por policías "eficientes". Llamaron al caso "misterio Urribari-Bosch" y sólo fue resuelto en el 69 con la noticia de que el culpado era inocente.
III) La muerte de Urribari-Bosch fue, como hubiera dicho él una "reconveniencia oportuna y necesaria". El acta de defunción, una y otra vez modificado callaba su muerte. Los tíos tan desorientados como yo buscaron los brazos inmortales de la madre ausente. Nada, sólo una herencia desmesurada que de nada sirvió para pagar la fianza del tío Luis.
Sin miedo, dolor, o compasión aparente, mi padre ya había fallecido, construía poco a poco su propio camino hacia la muerte. Lo imagino el puro en la mano, completamente indiferente, él ya no era nada, y nada podían quitarle.
Urribari-Bosch sólo vivió en Luis, en Fernando en su esposa, en Susana y en mí. Él era lo que había dejado en nosotros; mi padre es lo que soy ahora, y no es ese franquista aparentemente frío y cruel, ni las cenizas que dejamos enterradas en el jardín, ni la foto que cuelga olvidada en el fondo de su armario. Es quien habiendo cumplido su deber no podía sino morir cumpliéndolo.
IV) Respetar el honor de la familia a través de la obediencia. Mi padre me dijo que "si no me importaría", apeló a mi voluntad, no se apela a la voluntad de un hijo adolorido. Yo no desobedecí, es más, ejecuté la orden con gran maestría, pensé en las consecuencias de que me importara o no. Lo contemplé por varios minutos, y sí si me importaba. Me importaba que siguiera bebiendo su "Cardenal", me importaba que disfrutara estar sentado en ese sillón espantoso, me importaba que la hubiera dejado ir.
Si me importa no apuntar el cañón de la pistola hacia él y hacia los agentes que culparon al tío Luis y también hacía los encargados del psiquiátrico donde vive Fernando y me importa dejar el cañón muy cerca de su sien, que no pudieran ver otra cosa que el gatillo bajar lentamente, sin posibilidad de perdón.
Yo lo vi con mi madre, no hubo nunca hippie alguno, él la golpeó hasta matarla. Como Tommy perdí contacto con el mundo. Sólo sobrevivía en mí un solo deseo, tan primitivo que no dejó espacio a la compasión. Murió sin más escandalo el señor Uribarri-Bosch, entre el recuerdo de una madre olvidada y una soledad casi animal.
El quinto final es un producto que aún no se encuentra a la venta debido a la alza de precios en el sector ideas, perdone las molestias.
Chloe.

Multiforme

a. Años después conocí a Renata. Mis tíos tardaron poco tiempo en hacerme notar sus atributos físicos. Los noté, pero no con ese curvilíneo énfasis que los tíos agregaron. Nadie entraba al cuarto de mi padre. Ni siquiera para limpiar. El asesinato de mi padre quedó sin resolverse, como era de esperarse. Renata me escuchaba mientras hablaba por horas acerca del carácter frío del licenciado y lo poco que lo extrañábamos. Mis monólogos transcurrían por horas mientras el mercado de la Portales con sus productos baratos se encargaba de darle un beso de despedida al tiempo, o algo así de cursi. Eventualmente me di cuenta de que nada cambió, excepto el nuevo aire de ligereza en la casa.

b. Los investigadores de la policía investigaron rebuscadoramente los escombros pistolezcos del regicidio –patricidio–, invocando pistas a cada momento, como a un fantasma. El fantasma pistero se apareció a las dos de la mañana cuando el tío, embriagado de mezcal barato, gritó embriagadamente por la calle de Santa Cruz esquina con Bruselas a los cuatro vientos su arrepentimiento patricida. El otro tío, mayor por una pentada de minutos, tomó su brazizquierdo para regresarlo a la casa. Pero el daño se había echado a la mar de las sospechas y el remordimiento remolínico truncó los mareos de la sospecha en la que nadaban los habitantes de la casa –mar: mareo. No es una mera coincidencia– sospechosamente, pero nunca dijeron nada al respecto mientras guardaban silencio al respecto. Chin.

c. fluye-fluye-fluye el tiempo vigorizante de los rebeldes sin causa como un río que en el sesenta-y-ocho frena su cauce ante una presa pero no hablo al respecto sino que desvarío acerca de un tema que no tengo claro. Por años trataré de sobreponerme a la camisa de fuerza como a la muerte del padre y el abandono de la madre y los tíos adolescentes que ya no son míos y la sensación de que siempre estaré sólo atado en una camisa de fuerza en este hospital de paredes verde-pistache y olor a estignina y acetileno por las noches y los gritos de los otros locos y yo no estoy loco pero si grito demasiado viene la aguja y sueño despierto ante las ruidosas manecillas del reloj que marcan el tiempo que como río fluye-fluye-fluye

d. Pero ahora hablaré del sesenta y ocho. Mi padre siempre se expresó con severidad –más de la acostumbrada– acerca del movimiento estudiantil. Cuando ocurrió la matanza, él supo de primera mano el verdadero número de estudiantes encerrados –sin juicio– en el palacio de Lecumberri. Más aún, él sabía cuántos fueron asesinados o desaparecidos y, en algunos casos, quiénes eran. Pero casi nunca hablaba al respecto; siempre guardó silencio y yo no supe de esto hasta que murió y encontré un diario en su despacho.

De ahí al gusto.
JLC