domingo, 4 de octubre de 2009

1. Tal hecho trágico merecía una dedicatoria especial de mi parte. Tras su muerte, me encargue, personalmente, de todos los arreglos necesarios, a pesar de mi edad, y con ayuda de mi hermano mayor Alberto –evidentemente, él hizo más que yo-. Busqué la vieja libreta cubierta de piel, de mi padre. Y marque todos los números telefónicos que ahí aparecían. Extraña fue la sensación, cuando encontré en la agenda, en el apartado de los nombres que empieza con la letra “S”, una Susana. ¿Será la Susana, la que nos dejó por cuestiones ideológicas? Pensé. La simpática mujer que también me abandono. La ilusión creció en mi mente, se infló como un globo, que creció hasta reventar. Y con la explosión me arriesgue a llamar. Marqué con miedo pero impulsado por la esperanza. La de volver a ver a esa dulce mujer de piel blanca y suave como la seda; de volver a sentir sus brazos, su pecho contra mi rostro, su alegría. Por la bocina escuchaba el tono, indicando que marcaba. Hasta que, tras una espera tortuosa, alguien respondió. “Sí, bueno, ¿Quién habla?“era la voz de un hombre. Pero las palabras no me salían, esperaba escuchar una voz femenina, no la de un hombre, así que de inmediato imaginé que se trataba del poeta Tinajero. “Busco a Susana” no dije su apellido porque ante el nerviosismo lo olvidé. “¡Susana! ¡Esa pinche vieja se largo”- gritó fúrico, incluso pude escuchar los golpes contra una superficie a través de la línea “no me preguntes por esa malagradecida” colgó. La incertidumbre me intoxico que “¿habrá sido de ella?” me pregunté tantas veces durante los días siguientes.
El día del funeral, mis tíos, mis cuatro hermanos y yo. No lloramos. El licenciado Joaquín Uribarri- Bosch nunca lo hubiese permitido. Los siete estábamos ahí, frente al ataúd, en la funeraria, estoicos, con firmeza marcial. Escuchando los lamentos fingidos de otros que conocían a mi padre, pero que, solo por “¿qué van a decir de mi si no voy?” asistieron.
En algún momento me fastidie por mis tíos, con sus rencores adolescentes e infundados - todo lo que hizo fue por su bien- mis hermanos con ganas de llorar pero conteniendo los suspiros y sacando las lagrimas. Salí de la funeraria para tomar un poco de aire, me senté sobre una banca, levante la vista al cielo y caía en la inevitable tentación de las suposiciones con respecto a la extraña muerte de mi padre. Primero se dijo que había sido uno de mis tíos, Luis Ignacio para ser preciso, luego que no. Las huellas de zapatos encontradas sobre la alfombra árabe, tendida frente al sofá de mi padre, indicaba que se trataba de un par de tacones. ¿Pero qué mujer le hubiese tenido tanto reconocer como para matarlo? ¿Susana? ¡Mi madre! ¿Alguna de ellas había regresado para matarlo pero no para buscarme, a mí, que ese entonces era un niño de 9 nueve años. En ese momento él de los rencores resulté ser yo. Ardido y frustrado, mi padre había alejado a todas las mujeres de mi vida, y luego me dejó solo.
Al abrir mis ojos, las nubes habían huido el cielo de la ciudad de México, bajé la vista a lo terrenal y me encontré con una mujer de negro. Llevaba puestos un par de lentes, cubierta por un velo, que junto con sus lentes, cubrían casi todo su rostro, a excepción de su boca. Una boca teñida de rojo, de labios delgados como desgastados. La mujer se acerco a mí, con un caminar impaciente y luego se sentó a mi lado. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. Se quito los lentes, pero sus ojos estaban cerrados, luego se quito el velo ¡madre! Grité -un hijo siempre reconoce a su madre-. Salté de alegría y la abracé, y me abrazó. De pronto llegó un par de patrullas, con prisa, se bajaron los uniformados, con pistola en mano, dirigiéndose a nosotros. “!señora!” le gritó a mi madre uno de esos monigotes “no se mueva” se acercaron a nosotros “quédese aquí con el niño” dijo otro. Pero yo no sabía que sucedía. Entonces mi madre me volteo a ver con ternura y me dijo que todo estaría bien. Uno de los policías se paró frente a nosotros y nos condujo de buena manera a una patrulla. El resto de los azules ingresaron al edificio. Escuche un escándalo pero solo duró unos cinco minutos, después salieron los policías arrastrando a mi hermano Alberto. Yo estaba muy desconcertado y le pregunté a mi madre. Ella suspiro, como si cargará una culpa que no soportaba “tu hermano mató a tu padre” me dijo. “¿Pero como podía ser eso posible?” Le pregunté “Se supone que el licenciado fue asesinado por una mujer”. Ella me contesto con algo que nunca imaginé antes, hasta ese día –es que tu hermano era travesti-. Yo en ese entonces a que se refería con eso. Pero después todo encajaba. El sacrificio de mi hermano por darle una satisfacción a mi padre había tenido consecuencias. El puto, muy maricón, lo mató. Pero yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi hermano homosexual, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.


2. Tal hecho trágico merecía una dedicatoria especial de mi parte. Tras su muerte, me encargue, personalmente, de todos los arreglos necesarios, a pesar de mi edad, y con ayuda de mi hermano mayor Alberto –evidentemente, él hizo más que yo-. Busqué la vieja libreta cubierta de piel, de mi padre. Y marque todos los números telefónicos que ahí aparecían. Extraña fue la sensación, cuando encontré en la agenda, en el apartado de los nombres que empieza con la letra “C”, una Carmen. ¿Será Carmen mi madre? la que nos dejó por cuestiones ideológicas; la mala mujer que me abandono, por ir tras de un pulgoso romántico. La ilusión creció en mi mente, se infló como un globo, que creció hasta reventar. Y con la explosión me arriesgue a llamar. Marqué con miedo pero impulsado por la esperanza. La de volver a sentir la ternura materna, porque un hijo y una madre nunca deben separarse, y menos el hijo tiene indefensos nueve años. Por la bocina escuchaba el tono, indicando que marcaba. Hasta que, tras una espera tortuosa, alguien respondió. “Sí, bueno, ¿Quién habla?“era la voz de un hombre. Pero las palabras no me salían, esperaba escuchar una voz femenina, no la de un hombre, así que de inmediato imaginé que se trataba del jipi. “Busco a la señora Carmen”. El tipo se río, luego enmudeció “¡Carmen! ¡Esa pinche vieja se largo”- gritó fúrico, incluso pude escuchar los golpes contra una superficie a través de la línea “no me preguntes por esa malagradecida” colgó. La incertidumbre me intoxico que “¿habrá sido de ella?” me pregunté tantas veces durante los días siguientes.
El día del funeral, mis tíos, mis cuatro hermanos y yo. No lloramos. El licenciado Joaquín Uribarri- Bosch nunca lo hubiese permitido. Los siete estábamos ahí, frente al ataúd, en la funeraria, estoicos, con firmeza marcial. Escuchando los lamentos fingidos de otros que conocían a mi padre, pero que, solo por “¿qué van a decir de mi si no voy?” asistieron.
En algún momento me fastidie por mis tíos, con sus rencores adolescentes e infundados - todo lo que hizo fue por su bien- mis hermanos con ganas de llorar pero conteniendo los suspiros y sacando las lagrimas. Salí de la funeraria para tomar un poco de aire, me senté sobre una banca, levante la vista al cielo y caía en la inevitable tentación de las suposiciones con respecto a la extraña muerte de mi padre. Primero se dijo que había sido uno de mis tíos, Luis Ignacio para ser preciso, luego que no. Las huellas de zapatos encontradas sobre la alfombra árabe, tendida frente al sofá de mi padre, indicaba que se trataba de un par de tacones. ¿Pero qué mujer le hubiese tenido tanto reconocer como para matarlo? Susana ¡mi madre! ¿Alguna de ellas había regresado para matarlo pero no para buscarme, a mí, que ese entonces era un niño de 9 nueve años. En ese momento él de los rencores resulté ser yo. Ardido y frustrado, mi padre había alejado a todas las mujeres de mi vida, y luego me dejó solo.
Al abrir mis ojos, las nubes habían huido el cielo de la ciudad de México, bajé la vista a lo terrenal y me encontré con una mujer de negro. Llevaba puestos un par de lentes, cubierta por un velo, que junto con sus lentes, cubrían casi todo su rostro, a excepción de su boca. Una boca teñida de rojo, de labios delgados como desgastados. La mujer se acerco a mí, con un caminar impaciente y luego se sentó a mi lado. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. Se quitó los lentes, pero sus ojos estaban cerrados, luego se quito el velo ¡Madre! Grité -un hijo siempre reconoce a su madre-. Salté de alegría y la abracé, y me abrazó. De pronto llegó un par de patrullas, con prisa, se bajaron los uniformados, con pistola en mano, dirigiéndose a nosotros. “!Señora!” le gritó a mi madre uno de esos monigotes “no se mueva” se acercaron a nosotros “quédese aquí con el niño” dijo otro. Pero yo no sabía que sucedía. Entonces mi madre me volteo a ver con ternura y me dijo que todo estaría bien. Uno de los policías se paró frente a nosotros y nos condujo de buena manera a una patrulla. El resto de los azules ingresaron al edificio. Escuche un escándalo pero solo duró unos cinco minutos, después salieron los policías arrastrando a una mujer. Yo estaba muy desconcertado y le pregunté a mi madre. Ella suspiro, como si cargará una culpa que no soportaba “¿Recuerdas a Susana? Los policías descubrieron que mató a tu padre” me dijo. “¿Pero cómo podía ser eso posible?” Le comenté “Se supone que fue asesinado por una mujer”. Ella me contesto con algo que nunca imaginé antes, hasta ese día –Es que Susana estaba un poco loca-. Yo entendí a que se refería con eso. Susana gritaba al cielo “yo no fui” repetidamente “fue su esposa yo la vi” pero nadie le hacía caso. Mientras mi madre me abrazaba y tapaba mis oídos. “Lo bueno es que maté dos pájaros de un tiro” en varias ocasiones quise preguntarle a mi madre que había sucedido, luego intuí que ella había matado a al licenciado pero no entendía por qué habían culpado a Susana. El 68 lo olvidé, yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi madre o a Susana, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.


3. Tal hecho trágico merecía una dedicatoria especial de mi parte. Tras su muerte, me encargue, personalmente, de todos los arreglos necesarios, a pesar de mi edad, y con ayuda de mi hermano mayor Alberto –evidentemente, él hizo más que yo-. Busqué la vieja libreta cubierta de piel, de mi padre. Y marque todos los números telefónicos que ahí aparecían. Extraña fue la sensación, cuando encontré en la agenda, en el apartado de los nombres que empieza con la letra “S”, una Susana. ¿Será la Susana, la que nos dejó por cuestiones ideológicas? Pensé. La simpática mujer que también me abandono. La ilusión creció en mi mente, se infló como un globo, que creció hasta reventar. Y con la explosión me arriesgue a llamar. Marqué con miedo pero impulsado por la esperanza. La de volver a ver a esa dulce mujer de piel blanca y suave como la seda; de volver a sentir sus brazos, su pecho contra mi rostro, su alegría. Por la bocina escuchaba el tono, indicando que marcaba. Hasta que, tras una espera tortuosa, alguien respondió. “Sí, bueno, ¿Quién habla?“era la voz de un hombre. Pero las palabras no me salían, esperaba escuchar una voz femenina, no la de un hombre, así que de inmediato imaginé que se trataba del jipi. “Busco a Susana” no dije su apellido porque ante el nerviosismo lo olvidé. “¡Susana! ¡Esa pinche vieja se largo”- gritó fúrico, incluso pude escuchar los golpes contra una superficie a través de la línea “no me preguntes por esa malagradecida” colgó. La incertidumbre me intoxico que “¿habrá sido de ella?” me pregunté tantas veces durante los días siguientes.
El día del funeral, mis tíos, mis cuatro hermanos y yo. No lloramos. El licenciado Joaquín Uribarri- Bosch nunca lo hubiese permitido. Los siete estábamos ahí, frente al ataúd, en la funeraria, estoicos, con firmeza marcial. Escuchando los lamentos fingidos de otros que conocían a mi padre, pero que, solo por “¿qué van a decir de mi si no voy?” asistieron.
En algún momento me fastidie por mis tíos, con sus rencores adolescentes e infundados - todo lo que hizo fue por su bien- mis hermanos con ganas de llorar pero conteniendo los suspiros y sacando las lagrimas. Salí de la funeraria para tomar un poco de aire, me senté sobre una banca, levante la vista al cielo y caía en la inevitable tentación de las suposiciones con respecto a la extraña muerte de mi padre. Primero se dijo que había sido uno de mis tíos, Luis Ignacio para ser preciso, luego que no. Las huellas de zapatos encontradas sobre la alfombra árabe, tendida frente al sofá de mi padre, indicaba que se trataba de un par de tacones. ¿Pero qué mujer le hubiese tenido tanto reconocer como para matarlo? Susana ¡Mi madre! ¿Alguna de ellas había regresado para matarlo? pero no para buscarme, que en ese entonces era un niño de 9 nueve años. En ese momento, él de los rencores, resulté ser yo. Ardido y frustrado, mi padre había alejado a todas las mujeres de mi vida, y luego me dejó solo.
Al abrir mis ojos, las nubes habían huido el cielo de la ciudad de México, bajé la vista a lo terrenal y me encontré con una mujer de negro. Llevaba puestos un par de lentes, cubierta por un velo, que junto con sus lentes, cubrían casi todo su rostro, a excepción de su boca. Una boca triste y roja, con el labial corrido. La mujer se acerco a mí, con un caminar impaciente y luego se sentó a mi lado. Mi corazón comenzó a latir con rapidez. Se quito los lentes, pero sus ojos estaban cerrados, luego se quito el velo ¡Susana! Grité. Era tal y como la recordaba. Solo que ahora su cabello estaba teñido de rubia. Mi miró con angustia, su boca se abrió lentamente y comenzó a hablar “siento mucho que tu padre ya no esté” y una lagrima cayó “pero es después de lo que me hizo, sé que no lo hacía con mala intención pero…” y su voz se ahogo por un instante “lo que te hacía no tenía perdón”. Se seco un par de lágrimas y me pidió perdón. De pronto llegó un par de patrullas, con prisa, se bajaron los uniformados, con pistola en mano, dirigiéndose a nosotros. “!señora!” le gritaron a Susana, fue uno de esos monigotes “no se mueva” gritó otro. Se acercaron a nosotros “aléjese del niño”. Pero yo no sabía que sucedía. Entonces Susana me volteo, se despidió y me empujo hacia los policías. Uno de ellos me atrapó en sus brazos y me alejo del lugar. Escuche más gritos “tiene un arma”. Pude ver como Susana sostenía la Smith y Wesson 38mm, y la deslizaba en el aire, primero pensé que dispararía hacia los policías pero no lo hizo. La coloco contra su cabeza, con el cañón apuntando a su sien derecha; cerró los ojos; disparó. Aun tengo garbado en mi mente el rugido del arma, los sesos volando y esparcidos por todos lados, no rojos, morados, como gelatina. Al parecer mi tío Luis Ignacio encontró la agenda de mi padre, en ella encontró el numero de Susana,. Se comunico con ella y le contó todo lo que en esta casa sucedía desde su partida, de dicha mujer. Susana no soporto más busco a mi padre. Ella sabía donde escondía su pistola, la tomo, espero a que el viejo licenciado se sintiera en confianza y le disparó. Todo encajaba. Pero yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi hermano homosexual, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.


4. Mi padre murió de tres tiros, salidos de su Smith & Wesson. Pero mi tío Luis no cometió el crimen. Él no tenía la capacidad, ni sabía donde mi padre guardaba su pistola. Esa noche mi padre me llamó a su despacho, sin saber porque, comencé a llorar. Caminé lentamente hacia el despacho, con frío, la piel se me erizaba, mi cuerpo parecía no querer hacer caso del comando de mi intelecto. Toqué la puerta “pasa” gritó. Entré, aterrado, sin entender realmente porque. Después del encuentro, el viejo se durmió. Yo me quede tendido sobre el suelo, sobe la alfombra árabe. La cual recuerdo olía a té de canela. Una vez el mayor de mis tíos derramó el té sobre la alfombra, y desde entonces olía a canela. En fin, yo estaba sobre la alfombra, desnudo y con una sensación indescriptible. Entonces vi sobre la mesa el brillo metálico de la pistola. Su singular fulgor me sedujo, me levanté y vi al viejo dormido tranquilamente, sentado sobre su sofá, sin culpa alguna. Entonces algo se apoderó de mí. Mi cuerpo, ya no era mi cuerpo. Tomé el arme y con maestría ajena, cargué el arma. Abrí el cajón donde se guardaban la municiones, coloque tres balas en los compartimientos, levanté la pistola, apunté y, en ese preciso momento, el licenciado despertó. “Te importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí” me dijo. Cerré mis ojos, el licenciado dijo más, creo que hasta gritó pero no recuerdo bien; después escuché tres disparos ¡pum, pum, pum!. Abrí mis ojos después del accidente. Y fui testigo de mi descuido. El infeliz ¡perdón! Corrijo, mi padre… estaba sentado sobre su sofá, con los ojos apuntando al techo. Las manos colgando de sus hombros. Su pecho estaba ensangrentado; su cuello también. La sangre fluía velozmente sobre su estomago, seguía sobre su abdomen, y finalmente recorría la parte inferior del sofá hasta caer, precipitadamente, sobre el suelo de madera. Aun escucho, el ruido… ¡tap, tap, tap! El sonido de la sangre golpeando el piso. Pero yo no quería hablar de esto, Yo no quería hablar de mi padre suplicándome, con pavor que no le apuntara con el cañón de su pistola a él. Yo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.



5. Mi padre murió de tres tiros, salidos de su Smith & Wesson. Pero mi tío Luis no hubiese cometido tal crimen por sí solo, no el no pudo; necesito ayuda. Si, la mía, yo robe el arma, el resto lo hizo el rencor, pero el rencor de mi tío. Esa noche había regresado del despacho del licenciado, aturdido, confundido, la cabeza me dolía, el cuerpo me dolía, y en eso mi tío Luis Ignacio me encontró. Mis lágrimas fueron la escusa perfecta. El solía tener arranques de ira, como los de un adolescente, fue al despacho. Busco la pistola del licenciado mientras este dormía, la cargó, y apunto, pero no disparó de inmediato, no. Dejo al viejo despertar. Toda mi maldad me ayudó a imaginar aquella escena, mi padre sentado sobre su sofá, adormilado, mi tío empuñando el arma y de repente ¡pum, pum, pum!. La sangre, la roja sangre fluyendo de entre las entrañas del licenciado hacia el piso, goteando tímidamente. Yo estaba tras la puerta, no lo vi pero lo escuché todo, recuerdo bien a mi padre pedirle a mi tío que no apuntase el cañón de la pistola hacia él. Y después, bueno ya lo dije. Como sea, yo no quería hablar de mi padre suplicándole a mi tío Luis Ignacio, con todo el respeto, si le importaría no apuntar el cañón de su pistola hacia él. Yo solo quería hablar de 1968, cuando yo tenía nueve años y el mundo estaba todo revuelto.

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