viernes, 2 de octubre de 2009

Dos finales alternos...

1. Cuánto podría decir de los rencores y alegrías que la muerte del licenciado Uribarri-Bosch trajo a la casa: mis tíos, sin la autoritaria piedra que mi padre les había puesto al cuello; ahora, podían dar rienda suelta a los placeres a los que el síndrome de Kopewczi los inducía; como cachorros, como simples animales, mis pobres y buenos tíos llenaban la casa de alcohol, amigos, amigas y, claro, mujeres de papel.
A mi tío Luis Ignacio, aquéllas autoridades sosas e incompetentes tuvieron que liberarlo: no había pruebas suficientes y, para ese momento, la policía no podía darse el lujo de, como siempre parece hacerlo, fabricar falsas evidencias: las olimpiadas del año 68 estaban muy cerca y los revoltosos estudiantes debían de ser castigados, ¡los asuntos nacionales eran, en ese momento (y lo siguen siendo) más importantes que los asuntillos de una colonia...! Así, la muerte del señor licenciado Uribarri-Bosch quedó bajo la flexible cadena de la tinta y el papel; las memorias y los hechos quedaron, todos juntos, apilados con las memorias y los hechos de otros casos similares en el Ministerio Público: ¡no hay tiempo y menos esfuerzo para investigar semejante fruslería!
En mi casa, mientras, las cosas mejoraban con cada día que la memoria del licenciado Uribarri-Bosch se borraba de las mentes. Mis tíos se unieron a los grupos de revoltosos y, junto con ellos, yo me uní a aquéllos grupos de ciudadanos preocupados por lo que sea que nos preocupábamos... Bueno, ¿para qué hacer el cuento largo si, todo, absolutamente todo, termina con la muerte?: mis tíos, hombres enfermos pero buenos, murieron en la Plaza de Tlatelolco. Al parecer, la piedra paterna de la autoridad quiérase, incluso, de la hipocresía, aquélla piedra que, miserable, pesaba y cansaba al cuello que se ataba, servía no únicamente para doler y extenuar, sino más aún como un perpetuo salvavidas: sin ella, la corriente del gran mar mundano se lleva en su marea cada una de las cosas que en el mundo existen; con ella, en cambio, la muerte accidental no ocurre; parece, por eso, que en mis manos tengo la sangre de los tres hombres que, al menos, supongo respetaba. Si mis ánimos de libertad no me hubieran llevado a cometer el asesinato de mi padre, mis tíos, enfermos sí, pero muy buenos, no habrían sucumbido ante las libertinas misiones que el síndrome de Kopewczi les ordenaba realizar y, de esa manera, no habría yo, se lo digo, llegado nunca hasta este recinto.
Esa, señor juez, es la historia que más recuerdo de todos los sucesos que en 1968 cambiaron al mundo y, por eso, ahora le digo, con todo lo que un hombre ensangrentado puede cargar a sus espaldas, que bien puede usted ordenar que se me apunte con el arma de mi padre y que, al contrario de él, yo aceptaré lo que hice y, más aún, no le diré al oficial que me asesine: "¿le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?"
2. La familia, los valores y la educación, ¡hermosos pilares de los que, como ya dije, mi padre era acérrimo defensor!; ¡si al menos alguno de ellos le hubiera valido suficiente como para evitar que enloqueciera! Empero, no fue así: mi pobre padre, duro y fuerte; alto y grande; receloso de la estructura firme y protector de la estructura correcta; todo señor de sus propios instintos y de sus pensamientos, fue tan señor de sus propios instintos como lo sería cualquiera con dos hermanos enfermos y con una familia cansada de semejante sistema. Hasta ahora que, por fin, puedo hablar sobre ello, me doy cuenta de que, al final, era necesario que el licenciado Uibarri-Bosch terminara de aquella manera sus días:
Por fuera, como ya he dicho, mi padre parecía firme y fuerte; sin embargo, cuando la policía investigaba su muerte, curioso, me escabullí a su despacho -¡tantas veces aquél lugar fue el cadalso tanto mío como de alguno de mis hermanos; ahora, era el escenario donde el espectáculo de la guillotina nos presentaba, como condenado, a un hombre que, otrora, fuere el juez justo de quien transgredía las sacrosantas leyes familiares!- y, en aquel recinto, en uno de los cajones de aquel escritorio, frente a aquel trono que confería inmensa potestad, un sobre blanco. Dentro de aquél sobre, un papel casi tan blanco como su contenedor; y, sobre el papel, volcados, con la letra de mi padre, unos pensamientos que no creí, nunca, que mi padre poseyera:
"... el dolor, inmenso monstruo que tortura y devora al humano, que lo lleva a suponer la maldad en el mundo, es lo único que me mantiene; pues, en el fondo, la dureza y el impaciente semblante que me cargo no son sino dos maneras para que mi familia -ustedes- no caigan en el error en el que yo, alguna vez, caí: suponer que el mal está ahí y, más aún, suponer que era invencible..."
Mientras leía aquéllo, mi cabeza daba vueltas a infinidad de actitudes que el licenciado Uribarri-Bosch presentó en algún momento; tomé aquel sobre y aquel papel y aquellas letras y aquellos pensamientos y salí del despacho-estudio, me dirigí a mi habitación y, sentándome en la orilla de mi cama, no pude otra acción sino la de seguir leyendo aquella parte de mi padre que nunca creí que tuviese.
"... No creo, sinceramente, que entiendan mi posición pues, ninguno de ustedes, ha vivido lo que yo y, por ello, ninguno de ustedes ha sentido en carne viva los granos de sal del mundo: la sal del mundo, caer sobre las heridas y escocer tanto como si un fuego frío, un fuego que nunca se apaga, viviera sobre ellas en la eternidad relativa de la vida de un humano.
"Primero, por supuesto, el abandono del amor que, una vez creí estaría conmigo siempre: su madre; sin embargo, parece que al único al que, verdaderamente, los votos que nos unían bajo santo lazo le importan aún, es a mí... los errores que cometí y las torpezas que nunca pude remediar... nada puedo hacer sino... Y luego, Susana, la mujer a la que mi cansado corazón dio sus últimos alientos..."
Yo, ahí, en la soledad de mi habitación, no podía entender nada de lo que leía, pues las ideas de aquella carta no correspondían a la imagen que en mi mente se había formado de mi padre; pasaba las palabras pero, mientras las pasaba, nada podía conectar, solamente era confusión de tinta y poder... de tinta y mente... sin embargo, después de unas cuantas lineas más, pude darme cuenta de que mi padre, de que aquél Inamovible, de que aquél Duro, de que aquél Intransigente, sufría; y ese sufrimiento lo había llevado a la locura: mi padre enfermó tanto como mis tíos, quizá más, pues, en la última línea, como si estuviera luchando consigo, escribía:
"... es tan grande que, con mucho, me sobrepasa; es tan grande que, por mucho, se aleja de la realidad y de lo que, inclusive, mi pobre espíritu puede contener... ¡No seas cobarde, eres incluso cobarde para ser cobarde... mírala, ahí está, ahí está y brilla tanto como brillará la luz cuando todo termine: esa luz es el signo de la luz que, luego, invadirá toda tu mente..."
Luego de esas palabras, aquellos pensamientos no seguían, el signo de puntuación no se cerraba... ahora, con los hechos que en mi casa han pasado, creo que la luz de la que mi padre hablaba era el reflejo del cañón del arma. ¡Cuánto me faltó conocer a mi padre!
Leonardo

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