miércoles, 30 de septiembre de 2009

¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?

I

Mis tíos quinceañeros me habían dicho muchas veces, muchas más, cuánto les enojaba ver que mi papá tenía el control de la casa. A mí no me importaba su manía, siempre hubo un escondite en la lectura que me hacía liberarme e imaginar este mundo y mil más. Comencé a escribir mis propias historias de héroes, de México, de los estudiantes y seguí viajando por el mundo que conoce un niño de nueve años. Las olimpiadas eran lo mejor que podría ocurrirle a un chamaquillo como yo, eran en mi imaginación las pruebas de los que serían los héroes de la tierra. Los fuertes dominarían y ganarían la presea del respeto público; los débiles irían a pelar papas a otro lado. Así que un día jugamos a los guerreros aztecas en la casa mientras el licenciado no estaba. Mis tíos eran los malos, yo era el bueno y mis hermanos no quisieron jugar; eran débiles y no merecían ir a las olimpiadas. Subíamos y bajábamos por todos lados de la casa, corriendo y aventando flechas, hachas, lanzas y todo lo que la imaginación es capaz de crear, destrozando la casa tal como la imaginación la puede dejar. Nos cansamos de Mesoamérica y jugamos al bueno y los malos y feos. Yo era, claro, el vaquero bueno, el mejor de todos y mis tíos eran los “Mellizo fronterizos”, fuera de la ley y de toda convención humana. Me empezaron a perseguir y me escondí en el despacho de mi papá. Era ya de noche y no venían por mí, así que como vaquero que era, me puse a husmear donde se pudo. Encontré muchos papeles que me parecieron francamente tediosos, pero también una pistola. E imaginé que mataba al sheriff. E imaginé que el pueblo me quería porque el sheriff era injusto. E imaginé que el sheriff me decía: “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” Y dejé de imaginar, y fui el mejor de los vaqueros.

 

II

El licenciado nunca dejó de hablar de las costumbres, de la importancia de ser el hombre de la casa, de las reglas, del orden, de las tradiciones y todas esas cosas que se olvidaron en esta democracia de porquería. Y los estudiantes no dejaban de hablar de la mierda del gobierno, de la jaula de la represión, de la libertad. Los jipis jamás se callaron sobre pasarla tranquilo y divertirse. Y mi mamá no estaba. Pero me seguía gustando leer mucho, devorar libros, folletos, volantes, publicidad roja, cuentos vaqueros, lo que pasara por mis manos. Y el licenciado no dejaba a un lado el orden, ni su mano dura. Un día mi tío Luis Ignacio me enseñó qué significaba mucho de lo que leía desde su punto de vista, entendíamos lo mismo así que no fue gran avance. Lo único verdaderamente importante que aprendí fue la palabra “represión”. Sonaba bien y tenía cierto qué-sé-yo que me ganaba y la decía todo el día; un día la dije en la comida en un tono melódico y tragué mi sopa con la cara pegada al plato y sin respirar. “Eso es represión, y ahora se calla”.

Ah, volviendo a lo importante. El 68 en México sí llegó a mis oídos. Mucho oía en la Portales, y algo leí en el Excelsior, y algo llamó mucho mi atención: “Represión”. Por lo que oí que se decía, el gobierno había “reprimido” a los necios; los reprimió con dosis de plomo.

“¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” –dijo el licenciado.

“¿Soy un necio?” –pregunté.

“Si no la bajas, sí” –dijo con serenidad.

Sigo siendo un necio, pero el ya no es autoridad ni en esta casa sigue reinando la manía de orden.

 

III

 

Por cierto, les decía del 68. El licenciado fue siempre un hombre recto y digno de respeto por la coherencia de su integridad de vida, y siempre fue un ejemplo de estricta e impecable disciplina y de ideales. El licenciado, como ciudadano y abogado honrado que era, jamás descuidó sus deberes ni dejó de contemplar un segundo las máximas éticas vitales para una sociedad armónica. Pero la gente no siempre tiene la misma perspectiva de las cosas o las personas, y menos si les quitan a lo que valoran.

El señor Francisco que a dos cuadras de la casa tenía su puesto de periódicos y revistas era el proveedor oficial de la pornografía de mis tíos y también un buen móvil para toda la publicidad del movimiento estudiantil y de las ideas que difundían. Al licenciado no le parecía ninguna de las dos cosas, pero lo toleraba por alguna extraña cuestión de caridad cristiana o algo similar. Pero si algo era en serio para mi padre era: “Pero si alguien escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar”.

Pero para don Francisco el pan para la casa iba antes que los preceptos morales y de decencia y un día que mis tíos no podían salir de la casa, me dieron unos muéganos a cambio de ir por cuento de proxenetas animado que tanto apelaba a su gusto pervertido. Me habían prometido más cuando regresara, así que fui rápidamente y, al volver, el licenciado vio el sexo dibujado en mis manos e imaginó la oscuridad de mi alma. El castigo fue terrible, ya lo olvidé, supongo que como algún medio de negación o de defensa. Hasta le tuve miedo al sexo por diez años o más, pero los setentas fueron buena medicina para el trauma. El licenciado, por fin, se decidió a atar al cuello una piedra de moler y lo delató antes las autoridades correspondientes.

Mis tíos se empezaron a desesperar por no tener más material y quitarse la tensión de otras formas. Una vez, un tío vendió un libro muy preciado del licenciado a cambio de un viaje en taxi y algunos volúmenes de donde las poco damas se dejan retratar, y no eran tanto de selección sino de variedad. Cuando volvió al anochecer porque se había perdido, la mano dura en la cara no se hizo esperar, ni tampoco el cuero de la cintura se cohibió para dejar huellas por su paso. En un arranque de cólera mi tío Fernando salió a defender a su mellizo, pero no vio las escaleras y rodaron sus huesos en cada peldaño;  su hermano mayor también lo golpeó y los quinceañeros quedaron lastimados en el suelo. Mi padre ignoró los gritos de Luis Ignacio que pedían ayuda para su hermano más amigo. Al día siguiente el buen abogado hizo que todo pareciera una pelea por la cual no se podría responsabilizar a Fernando, un accidente y nada más que mereciera mención para aclarar las razones del fallecimiento de este viejo niño.

Días después, en el rencor y el resentimiento mi tío demostró que sí había aprendido muchas otras cosas. Tomó la .38mm y escuché: “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?”. Mi tío ahora pasa su tiempo en alguna prisión, esperando ya la muerte y no el perdón.

 

IV

Si realmente quieren que les cuente del 68, pues poco y opaco es lo que nos llega ahora, tendrán que oír primero por qué aprendí tanto de lo sucedido en la UNAM. El licenciado llevó ante las autoridades a unos vecinos que no dejaron de planear cada movimiento  de la revuelta estudiantil, y mi cristiano padre no toleraría faltas a la autoridad por parte de unos “necios insolentes” irrespetuosos del pasado y las buenas costumbres.  Poco después, se supo quién fue y un día mi padre recibió una visita un poco incómoda a la casa; una de esas personas que obedecen a los ricos que verdaderamente andan tras las ideas y siempre encuentran negocio. Una de esas personas con poco corazón y ni una pizca de alma. Una de esas personas que obedecen sin cuestionar. Una persona que oyó: “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” Una persona que me dejó en la orfandad, mandó a mi tío a la cárcel y me hizo estudiar en la UNAM. Una de esas personas a las que uno no les reclamaría jamás haber acabado con un padre pederasta que infringió cada ley moral en su casa y no dejó de ser candil de la calle.

 

V

 

Si algo no aprendió el licenciado de su segunda patria, fue el uso de los refranes. Efectivamente aprendió mucho de las costumbres, de la forma de pensar, del estilo de vida y de todo el surrealismo que lo rodeaba no sólo en un país nuevo, sino en la década del siglo XX civilmente más conflictiva de todas. La música de los Beatles, Bob Dylan, The Rolling Stones, etc., no dejaba de sonar por todos lados, salvo en mi casa ,donde la censura y la disciplina estaban ahí para despertarnos puntualmente a mí y a mis hermanos cada día. Evidentemente uno tendría el mayor cuidado y dureza para criar a sus hijos en tiempos tan revoltosos; cualquier persona sensata, como bien fue el licenciado, habría aleccionado a sus hijos en todo lo que consideraba digno de cuidarse y ser respetado por todas las generaciones venideras y pasadas, por todas las buenas costumbres que permitían una sana convivencia en un país en vías de desarrollo. Claramente cualquier persona prudente, como fue el licenciado, habría cuidado de que a su casa no entrara aquello que merecía un escupitajo y patada en las gónadas de cada insolente que hablara con sus familiares sobre estas ideas que provocaron esta maldita democracia donde todos hacen lo que quieren y nadie respeta nada ni a nadie. Indudablemente, cualquier persona ordenada procuraría un lugar para cada cosa y que cada cosa permaneciera en su lugar, como bien hizo el licenciado. Inevitablemente todos estos cuidados no serían tan efectivos en un país donde las ideas y los chismes corren como los sobornos a los funcionarios públicos, donde los niños aprenden más en la calle y lo llevan a la casa. Innegablemente un niño es curioso y escucha de todo lo que pasa por el aire y entiende mucho o poco, pero siempre entiende lo que a él le pasa, y esa curiosidad lo lleva a pensar, tal vez bien o mal, pero siempre está pensando; siempre está pensando en lo que podría hacer cuando crezca, en lo que hay donde no le dejan meterse, en que una pistola es la perfecta herramienta para la venganza contra quien lo ha dañado y lo ha herido. Placenteramente un niño escucharía “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” mientras sostiene el hierro frío en sus manos y es verdugo de su propio padre. Si algún refrán no aprendió mi papá ni en México ni en España fue: Cría cuervos y te sacarán los ojos.

martes, 29 de septiembre de 2009

Ella...

Claro que sí. Westbourne Terrace era una vieja casona londinense que daba a la calle, sin jardín ni patio delantero. Sus paredes rozaban las de las casas contiguas. Nada en el exterior denotaba ninguna cosa extraordinaria; era una casa como cualquier otra, descuidada sin llegar a ruinas.

Cuando entré, lo primero que me sacudió fue el silencio. A pesar de que nos recibía, justo a la entrada, un gran reloj de pared, su péndulo colgaba inmóvil y las manecillas permanecían —según me dijo Marmaduke— detenidas, marcando la hora del último suspiro de Maude-Evelyn. Desde entonces, el tictac y el redoblar de sus campanas habían callado. La chimenea guardaba aún cenizas. Frías. Probablemente, las del último fuego que encendieron los Dedrick. La sala, en la penumbra, no dejaba ver nada extraordinario, salvo la completa ausencia de polvo, lo que me llevó a deducir que él pagaba una mucama que limpiase y sacudiese, aunque bien podría haber sido Lavinia quien la hiciera; lo ignoro.

Marmaduke, apesadumbrado —como si respirara nostalgia en cada esquina—, y Lavinia me condujeron escalera arriba para que conociera la planta alta y, sobre todo, la habitación de Maude-Evelyn. Los escalones bajo mis pies chirriaron y crujieron. De nuevo, me percaté de que el barandal estaba libre de polvo. Era aquella una casa a todas luces inhabitada y desierta, obscura y gélida, si bien no la cubrían telarañas ni carcomía la humedad a los muros ni a los muebles los cubrían mantas, como sucede con todas las casas abandonadas.

En el pasillo de la planta alta me topé con una tríada de retratos: de los señores Dedrick, que lucían, en efecto, como la gente normal y decente, sin nada en especial; y, al centro, el de Maude-Evelyn. Me sorprendió verdaderamente no nada más la pintura en sí misma —los vivos colores, la destreza de cada pincelada—, sino la belleza inaudita de la joven plasmada sobre el lienzo: la boca roja, el pelo casi tan terso como su faz, los ojos azules de mirada intensa, la pose a tres cuartos que me confrontó como espectadora. Vaya que ahora sí comprendía el encanto que despertaba y en el que envolvía a la gente: a sus padres, a Marmaduke, a Lavinia y ahora a mí. De hecho, a partir de entonces, la planta alta de aquella casona se me figuró más iluminada y colorida. Sí, entraba más luz por las ventanas, que tenían corridas las cortinas; también un florero se engalanaba con flores recién cortadas precisamente a los pies del retrato.

Entré, al fin, en su dormitorio, que me enterneció por la sutiliza de sus colores, por la calidez de sus matices y la elegancia del decorado, del mobiliario, de los tapices y de los adornos. En verdad que ellaella! ¡Sí, Maude-Evelyn, tan hermosa, tan apacible, como si durmiera profundamente. Su cabellera rubia caía grácilmente sobre las almohadas, casi sin tocarlas, y su piel brillaba de blancura como uno esperaría de la nieve y no de un cuerpo. Es hermosa. Tú también deberías conocerla, querido. tenía buen gusto. ¿Que qué más vi? Querido, no te impacientes, que lo mejor está por venir. ¡Sobre la cama yacía

IX

Así continuó Lady Emma, contándonos maravillas de Maude-Evelyn, como si fuese una especie de Bella Durmiente del Londres moderno, esperando a su príncipe azul. La vieja se regocijaba con su relato, de cómo ella, Lavinia y Marmaduke, a pesar del luto, vivían todos felices, al menos cuando se reunían en torno a ella, en esa casa de tesoros.

Tiempo después, cuando Lady Emma murió, yo me enteré que la policía de Londres, debido a no recuerdo qué, había registrado aquella propiedad y hallado los cadáveres, entre putrefactos y cuasi momificados, del matrimonio Dedrick y de la joven Maude-Evelyn. Marmaduke y Lavinia fueron sujetos a un proceso judicial. El juez los confinó a una ‘casa de retiro’. Nunca visité Westbourne Terrace y jamás la conocí.

G. G. Jolly

domingo, 27 de septiembre de 2009

Maud-Evelyn

Unos cuantos días después acompañé a Lavinia a Westbourne Terrace. Era una casa escrupulosamente pensada y cada detalle en ella hacía una pincelada más en una pintura brillantemente cuidada. Me sentía en una fantasía que, más que soñada, era cada día revitalizada con el pasar del tiempo; de alguna forma el pasado seguía vivo en ese lugar. En cuanto llegamos, subimos a los cuartos que visité y miré minuciosamente. Daban la sensación de un museo que en la noche esperaba a sus dueños, pues todos estaban estáticos y el aire olía a respirado pero no a estancado. Pasé a los baños donde las toallas colgaban y el tiempo volvía a correr con cada mirada. Las cosas parecían haber absorbido la vida de sus dueños fallecidos. No sentía ningún miedo, ningún escalofrío; al contrario, empecé a querer a la familia que jamás conocí, a sentirme parte de ella. Después de haber visitado todos los cuartos, Lavinia me preguntó si podría esperar sola en la casa cuidándola pues el jardinero tendría que venir en esas horas pero ella tenía que irse a arreglar algunos asuntos pendientes. En mi fascinación por la casa decidí hacerlo.

Bajé a la cocina, tomé un vaso de agua, recorrí el piso de abajo y me senté en un sofá a admirar cada detalle. Hasta ese momento comencé a entender a Marmaduke y sus historias. Cerré los ojos y comencé a imaginar cómo habrían pasado el tiempo los cuatro que nos habían dejado. Imaginé a la señora y al señor conversando sobre arte, no pudieron evitar alabar a Oscar Wilde y sus críticas a la sociedad inglesa. Me senté a escuchar sus opiniones cuando de pronto voltearon a la puerta por donde entraban la hija y mi amigo. Tomaron sendas tazas de té verde y se sentaron frente a los señores. El diálogo del arte se fue convirtiendo paulatinamente, gracias a la narración de la vida de los recién casados, en una apreciación estética en la vida diaria londinense. Algo había en Londres que era capaz de cautivar a todos sus habitantes, la vida no se detenía jamás y las sorpresas sabían alegrar el ojo y, en cualquier caso, siempre quedaba recorren los jardines de Kensington para poder ver a las familias jugar con sus cometas y correr de un lado a otro; también se podría ir a Hyde Park para caminar mientras se miraba a la gente leyendo en los días soleados. En los días lluviosos, el agua no detenía el disfrute del día en la enigmática ciudad, pero no era tan buen anfitrión como una taza de té caliente, con un poco de miel; si era negro caería mejor un poco de leche.

Las risas no se hicieron esperar en ningún momento, el humor inglés y su refinamiento hacían una cohesión que fluía dentro del cuerpo de todos y la llevaba hasta la cara, a una sonrisa que se acomodaba tan bien como una segunda taza de té. Seguí escuchando la conversación y vino a cuento el escritor J. M. Barrie, y su obra Peter Pan. Todos aclamaron el buen ojo que tuvo para darle más alegría a los jardines de Kensington, a las casas de Earl’s Court y al distrito de Chelsea y Kensington en sí. No pude sino concordar con ellos en cada palabra, parecían leer uno a uno mis pensamientos y seguir las ideas que iban por mi cabeza. Por el aire corría la hospitalidad de tal forma que soñaba con que Lavinia no volviera e interrumpiera con lo que ahora me parecerían celos absurdos, esa niña no tendría más que ofrecer a Marmaduke, nada comparable a lo que su bella esposa le daba. Sonó la puerta y el señor amablemente se paró a abrirla, dejó entrar a una señora a quien le ofreció una silla aparte, debido a que ya ocupábamos todos los lugares de los sofás, y no quedó lejos de la plática. Pero ella, al igual que yo, no comentaba mucho pero parecía menos ajena a las conversaciones y a la familiaridad de sus anfitriones. Ella volteaba a quien tuviese la palabra y sonreía, lo único que llegó a expresar con un comentario fue su alegría de verlos reunidos a todos de nuevo. Por alguna extraña razón, no pude sino concordar en que la bella armonía que componían entre palabras y risas, en lo ameno que hacían la estancia y en lo acogedora que convertían la casa.

Cuando hube dicho eso, las primeras palabras de mi boca, todos me voltearon a ver cómo si recién hubiese llegado y me dieron la bienvenida. Fruncí el ceño con extrañeza y, antes de decir cualquiera otra cosa, Marmaduke me presentó ante todos y me respondieron con una sonrisa. El señor dijo que hacía tiempo me esperaban con ansias y que esperaban que ahora entendiese a mi amigo.

-Lady Emma, disculpe que la despierte pero ya nos vamos. Dijo Lavinia con calma.

-No hay cuidado, querida, pero ¿qué hay del jardinero? Pregunté intentando disimular que había dormido cuando debí estar cuidando.

-¿El jardinero? No hay cuidado, mi lady, esta señora llegó hace unas horas y lo recibió; dijo que la vio durmiendo y no quiso despertarla. Amablemente se quedó a cuidar su sueño.

De la cocina salió una mujer a quien no puedo describir, no porque no halla palabras para hacerlo sino porque veía en ella a alguien más, alguien que se escondía bajo ese cuerpo así que aunque encontrara las palabras indicadas, no la podrían reconocer si les dijera lo que vi. ¿Quién era, querido? No recuerdo su nombre, pero era la médium.

La visita

Aquel día llegamos juntas a Westbourne Terrace, ni ella ni yo nos atrevíamos a cruzar el inmenso portón sin el brazo de la otra. Yo sabía que pronto sabría muchas cosas que siempre, o por lo menos desde que conocí la excéntrica historia del romance entre Maud-Evelyn y Marmaduke, quise saber y la curiosidad me hacía doler el estómago. Ella, por el contrario, se veía serena, estaba segura de que era el momento indicado y que, fuera lo que fuese, todo saldría tal y como debía de ser. Así lo había querido Marmaduke y con eso le bastaba.

Finalmente estuvimos frente a la brillante perilla, y tomando aire Lavinia la abrió de golpe. Ésta rechinó y abrió paso a una estancia impecablemente iluminada por la luz del medio día. Todos los muebles ya cubiertos por sábanas blancas le daban un aspecto especialmente fantasmagórico al lugar. Pero al mismo tiempo, los inmensos ventanales soplaban hacia adentro los rayos de luz cargados de polvo, dejándolos suavemente sobre el suelo de madera pulida, invitándonos a entrar sin miedo. Empujadas por una mezcla de curiosidad y deber cruzamos la habitación principal. Lavinia recorría cada mueble con la punta de un dedo pálido y tembloroso, yo la esperé al pie de la escalinata, dispuesta a subir hasta la suite lo antes posible.

Cada uno de los escalones se quejaba a nuestro paso, todos con voces distintas. Por mi mente crecían preguntas, como una enredadera venenosa que va llenando cada rincón en cuestión de segundos. ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué lo amaría tanto? ¿Qué tesoros encontraremos en esa habitación? Y mil cuestiones más hacían que mi corazón se agitara y mi respiración se tornara entrecortada. Lavinia, que iba delante de mí, no hablaba, durante todo el recorrido escalera arriba nada más escuché el siseo de su traje de luto húmedo contra la fina madera de los escalones chirriantes.

No tardamos mucho en encontrarnos, nuevamente, frente a una puerta inmensa, blanca, cerrada. Ella tomó la llave con cuidado y, temblorosa, la introdujo en la cerradura dorada y limpia. Nuestros rostros pálidos se reflejaban en la chapa redonda, extremadamente serios y, al mismo tiempo, pintados de emociones y sentimientos encontrados, que ninguna imaginó experimentar. Realmente, ninguna de las dos imaginó llegar a ese momento, en el que todos los misterios de Marmaduke y su espectral romance fueran a ser revelados frente a nuestros ojos. Pero ahí estábamos, y, antes de lo que yo hubiera esperado, Lavinia abrió la puerta muy lentamente, dejándola ceder.

La habitación era espaciosa y también gozaba de grandes ventanales. Había una delicada puerta de cristal que llevaba a un balcón del que podía verse a la gente pasear los días no tan lluviosos, como ese. Todos los muebles tapizados de blanco, Marmaduke y los Dedrick tenían un gusto exquisito para este tipo de cosas, y algo que llamó mi especial atención fue que ninguno de éstos había sido cubierto por las sábanas blancas aún.

Lavinia me miró, intentando conservar la serenidad, y se dispuso a buscar los tesoros del recién difunto y su tan querida Maud-Evelyn. Me di cuenta que titubeada en cada paso que daba, como si las piernas le pesaran y sus rodillas se estremecían, como si estuviera en un territorio profundamente desconocido. Su alma temblaba, como sus labios y las puntas de sus dedos. Yo quedé petrificada, no sabía qué hacer, y cuando lo supe era demasiado tarde. Ella se dio cuenta primero de lo que estaba sucediendo: la habitación, a excepción de los muebles, estaba vacía. Ni un solo cuadro, ni una figurita de porcelana, ni siquiera la reglamentaria jarrita en la mesa de noche. Nada. Pero Lavinia sabía cosas que yo no, y se apresuró a abrir una de las blancas puertas del armario que yacía en una esquina de la habitación. Estaba lleno de cajitas, todas del mismo tamaño y colores pálidos, con etiquetas en la tapa. Soltó una sonrisa de victoria y tomó una de las cajas, cuidadosamente, leyó la etiqueta y la abrió.

Cada una de las cajas estaban llenas de papeles, unos grandes y doblados, otros pequeños pero todos separados por temas. “Regalos míos”, “Del día de campo”, “Noches (parte uno)”, “Regalos de cumpleaños”, “Fiestas”, “Del día de su muerte”. Todos y cada uno de los tesoros de Maud-Evelyn estaban ahí, capturados en la caligrafía de ambos Dedrick y Marmaduke. Con los ojos abiertos de par en par, sorprendida hasta la médula, me acerqué a mi querida amiga y leí algunos de los contenidos de las cajitas. “Le encantaban los bombones, especialmente los que estaban rellenos de sorpresas.” “Cuando la lluvia azotaba su ventana por las noches, ella se levantaba, descalza, y se hacía un ovillo en la esquina, muerta de miedo.” “Era muy amable, excepto cuando alguien hablaba mal de alguna persona mayor. Entonces enrojecía y, dando un fuerte pisotón en el suelo daba media vuelta y se retiraba.”

Lavinia tomó todas las cajas y las fue abriendo, una por una, leyendo cada palabra detenidamente. Yo me senté en la silla cercana a la ventana y esperé al tiempo que mi mente digería el asunto. Marmaduke había inmortalizado cada detalle, cada objeto, cada sentimiento y cada gesto de Maud-Evelyn, dejando plasmada, al mismo tiempo, su propia esencia, su propio ser. La amó tanto que no dejó que se fuera toda ella al pie de la colina.

Las horas pasaron y Lavinia me suplicó un momento a solas. Yo le dí el gusto y la dejé con un papel y pluma en mano. Al regresar la encontré escurrida en el silloncito- se sentía indigna de utilizar la cama- con la hoja llena de sentimientos misteriosamente acidulados, que él nunca supo y ahora se quedarían ahí, en una de las cajitas con la leyenda “Secretos”.

Regresamos, ambas lagrimeando pero sin decir nada. Así lo hubiera querido él. 

-Anna D.P.

El doctor Calderón y Mr. Hyde

I

—¡Señor Presidente, Señor Presidente! —entró a la oficina presidencial un pelele con toda la pinta de secretario particular, pegando de gritos y dando un portazo.

—¡Dios mío! ¡¿Pero qué escándalo es ése?! —se quejó Felipe Calderón, cuya apacible siesta sobre su silla presidencial ergonómica y reclinable, tipo reposet, había sido interrumpida de forma brutal—. ¡¿Cómo te atreves a despertar de esa forma al primer ciudadano de este país del tercer mundo, que resulta ser el segundo lugar en obesidad y el décimo sexto en crecimiento?! ¡Ya es la quinta vez que me pasa esta semana!

—¡Pero es que… Señor Presidente!

—¿Es que qué? Anda, habla ya, que tengo que preparar mi discurso para el homenaje a Raúl Velasco.

—¡El secretario Mouriño!

—¿Qué con el secretario Mouriño? ¡No me digas que me va a cancelar el póquer del jueves otra vez! ¡Si es la única noche de la semana que Margarita me deja ver a los cuates!

—¡No, señor! ¡Su avión se ha caído!

—¡¿Se cayó?! ¡¿Cómo que se cayó?!

—Se cayó.

—¿Se cayó de dónde, quién se cayó?

—El avión. Se cayó. Volaba: shhhhhhhhhhhhhhhh… y ¡crack!... y tzzzzzzzzzzzrrrr… y ¡mocos!

—Pero, ¿qué dices?

—¡Que se dio en la madre el secretario Mouriño en su avión! Parece que nadie sobrevivió.

—¡Cielo santo! ¿Y el secretario Carstens?

—¿Qué hay con el secretario Carstens?

—¿Iba en el avión?

—P… pero… ¿qué? No. No iba. ¿Por qué habría de ir en el avión?

—Digo… se cayó… Yo supuse que… ¿Y en qué avión volaba?

—Un Learjet 45, señor.

—De Aviacsa, por lo visto… Bueno, en fin. ¡Que reúnan al gabinete! ¡Esto es una emergencia nacional! ¡Si yo siempre lo he dicho: los aviones son un peligro para México!

—Sí, señor Presidente —se va el pelele. Calderón queda solo y pensativo.

—¿Y ahora, quién podrá ayudarme?

II

Había anochecido. Aquel tenebroso castillo, en lo alto de escarpadas colinas e infestado de telarañas y murciélagos, conocido como Los Pinos, surgía de entre las tinieblas sólo con los relámpagos que producía la terrible tormenta que azotaba esa noche a la Ciudad de México, antes Tenochtitlan, antes Ciudá de la Ehperenha, hoy Ciudad en movimiento. El país entero ya se había enterado de la tragedia, de la emergencia nacional y del máximo estado de alerta. Como no se hablaba sino de complós y conspiraciones, se echaban culpas al narco, al ‘Peje’, a Chávez, a Bush y hasta a la ‘Chachalaca guanajuatense’, había sido necesario que el secretario de defensa y secretario gobernación interino, general Gorilo Orangután Orangután, en conferencia de prensa, informase solemnemente a los mexicanos y mexicanas del toque de queda, efectivo inmediatamente, y de ‘la suspensión de sus derechos y derechas [sic]’.

El ambiente en torno a la mesa del gabinete era más bien lúgubre. Los altos mandos del Estado mexicano se miraban las caras largas, nerviosos, por lo que uno de ellos, cubierto de pelo, con orejas puntiagudas y feroces garras, literalmente un viejo lobo del partido, encendió un puro.

—Es para los nervios —dijo.

No le duró mucho el gusto, puesto que casi enseguida el humo provocó la tos del enjuto hombre al lado suyo, otro viejo lobo del partido; mucho, mucho más viejo, al grado que estaba ya cubierto con vendas y tenía que untarse mirra dos veces al día.

—Don Luis, ¡ni aguanta nada! Yo le dije que esa huelga de hambre no le iba a sentar bien…

—Diego, por favor. Ésta ciudad ya está libre de humo. Apágalo —le encomió el secretario de salud, un mutante impresentable, de esos salidos de ProVida.

—¡Ah, patrañas amarillas!

—¿Por qué no mejor tomamos un refrigerio? —sugirió la secretaria Vázquez Mota, una mujer de enorme nariz y piel verde con verrugas, que traía un sombrero cónico de ala ancha, vestido negro y calcetas de rayitas rojo y blanco.

—¡Buena idea! ¡Manuelito, Manuelito! ¡Trae las bebidas! —ordenó el del puro.

En efecto, poco después entró un engendro horrible y jorobado empujando el carrito de las bebidas. El secretario Carstens, por ejemplo, recibió su preferida: medio litro de sangre O+, con lo que no tardó en frotarse las manos, relamerse las comisuras de los labios, colocarse un babero del tamaño de una sábana Queen size e hincarle sus hacendarios colmillos al tarro.

—¡Si serás estúpido, Espino! —increpó la Maestra al mesero, que había tenido a mal derramarle la piña colada sobre su mole de cuerpo, y comenzó a golpearlo con la pequeña sombrilla que venía en la copa.

—Calma, calma ya, Elba, que viene el Presidente.

—De pie todos —ordenó el secretario pelele. Todos cuantos estaban en la habitación se pusieron en pie al entrar Calderón, de traje y corbata negras. Subió un banquito, primero, y luego dio un salto hasta su silla presidencial-reposet.

—Damas, caballeros y demás —se dirigió a ellos el Presidente, en el tono pomposo y pedante que acostumbra—: hoy, este gobierno y este país han sufrido una terrible tragedia. El avión en el que viajaba el secretario de gobernación, Juan Camilo Mouriño, se estrelló…

—¡Terrible, terrible, señor Presidente! —le interrumpió, con todo respeto, la momia—. ¡Si ya le había dicho yo que no quitara la imagen de la Virgen de Guadalupe que Abascal puso en Bucarelli!

—…como les decía —continuó Calderón—…esto ha sido terrible para todos nosotros, pero no olvidemos que ha sido aún más doloroso para…

—¡La familia Mouriño!

—Luis, cállate ya. Deja de interrumpir al Presidente.

—Gracias, Diego. Como les decía…

—¡Además estás equivocado, Luis! —el Jefe Diego dio un manotazo sobre la mesa—. Ha sido aún más doloroso para el partido. ¡Ya nos quedamos sin delfín para el 2012!

—¡Claro! —intervino la Bruja Mala de la SEP—. ¡Era el único lo bastante guapo como ganarle a Peña Nieto, ojiverde y toda la cosa!

—¡Ay no, Josefina! —se quejó el secretario de salud—. ¿Con esas orejas?

—¡Por eso digo yo que hay que cargárselos a todos! —alzó la voz el general Orangután, a lo que siguió un silencio incómodo.

—El caso es que —prosiguió Felipe—, hasta que no hallemos las cajas negras, no podemos tener certeza de nada…

—¡Y como no hay certeza de nada, no hay ni un minuto que perder! ¡Por eso digo que hay que cargárselos a todos! —de nuevo el general y de nuevo el silencio, hasta que lo rompió la Maestra:

—¿Y por qué les dicen cajas negras?

—De hecho, son anaranjadas.

—Entonces, ¿por qué se llaman cajas negras en vez de cajas anaranjadas?

—¡Anaranjadas o no, hay que cargárnoslos!

—¡Y dale! ¿A quién hay que cargarse, general? —preguntó la momia.

—¡A los que haga falta, sin importar el costo!

—General… —se dirigió a él el Jefe Diego, afable— …usted sabe cuánto respeto tengo yo por las heroicas fuerzas armadas de nuestro país, pero, como asesor político de este gobierno, tengo que poner sobre la mesa las repercusiones políticas que su ‘cargárnoslos a todos’ pueden tener para esta administración y para el partido…

—Y para México.

—Ah, sí, también para México. Mire usted, general: nos acabamos de quedar sin un candidato viable para las próximas elecciones y puede que su solución a esta crisis implique aún mayores problemas…

—Bueno, todo depende de cuántos haya que cargarse, ¿no? —preguntó el secretario Carstens—. Digo, por eso de que no hay que salirse del presupuesto. Incluso podríamos hacer outsourcing. ¿Como de cuántos estamos hablando, general?

—Diez, cincuenta, cien, mil, un millón, diez millones… ¡los que hagan falta! ¡Culeros malnacidos!

—¿Ven lo que digo? No tenemos candidato y, me temo, que cargarse a diez (¡qué digo diez, a cinco!) millones de mexicanos, le dé al PRI o al PRD la ventaja en las elecciones del 2012…

Justo en medio de esta discusión, sonó el teléfono. Todos guardaron silencio y voltearon a ver el aparato frente a Calderón. Éste descolgó el auricular y tomó la llamada.

—¿Sí? Ya. Correcto. Sí. Ya veo. De acuerdo —y colgó. Todas las miradas se posaban sobre él—. Mouriño está vivo. ¡¡¡Está viiiivoooo, viiiiiiiiiiiiiivoooo!!!

—¡¿No murió entonces?!

—No.

—¡Estamos salvados, salvados! ¡Puede que sí alcancemos otro sexenio! Ya luego, Dios dirá…

—Eh, disculpen… —todos callaron, expectantes de lo que Calderón estaba a punto de decir— …pero hay un problema. El concurso de belleza no sucederá.

—¿Se refiere a las elecciones, señor Presidente?

—Sí, las elecciones. El secretario Mouriño sufrió numerosas quemaduras y su rostro quedó desfigurado.

—¡Oh, no! ¡Eso es el fin! —rompió a llorar la secretaria de educación—. ¡Nadie tan feo puede sobrevivir en la política mexicana!

—¡Yo no diría eso…! —al abrir la boca, todo el mundo volteó a ver a la Maestra, y siguió un largo silencio—… eh, digo, Díaz Ordaz llegó a Presidente.

—¡Eso fue hace muchos años! ¡Eran otros tiempos!

—No, no, esperen… Creo tener la solución… —el Jefe Diego se mesaba la barba y miraba al techo, pensativo. Llamó a Quasimodo Espino y le susurró algo al oído. Instantes después, un hombre regordete, con poco pelo rubio y malévolos ojos azules, de lentes y bata blanca, entró en la sala del gabinete—. Señor Presidente, colegas del partido, les presento al doctor Karl Rove, el mayor genio político desde Henry Kissinger.

—Oh, Diego, please… te excedes en tus comentarious… Desde Maquiavelo.

—Es el mayor asesor del Partido Republicano. Él se encargó de llevar a la Casa Blanca a George W. Bush…

—¡Por two mandatous!

—¡Oh, Diego! ¡Nos has salvado! —Calderón brincaba de emoción— ¡Si logró que eligieran a Dubbya, hasta la novia de Frankenstein puede ser Presidente!

—¡Hey, Felipe, que no me llevo así contigo!

—Lo siento, Elba. Nada personal.

III

Junio de 2012, un spot de televisión, en que se ve un ama de casa lavando la ropa. Voz en off: ‘Oye, ¿y tú quieres que le llegue la droga a tus hijos?’ Ama de casa: ‘Pus, pus… no’. Voz en off: ‘¡Pues qué bien! Porque si no estás con nosotros, estás con el narco, ¿me oíste? Por eso, este 1º de julio, vota por Mouriño, que casi pierde la vida y quedó todo feo y chamuscado por salvarte a ti y a tu familia del Eje del Mal: el narco, el Peje, Chávez, Bin Laden, Hussein (q.e.p.d.), los zetas…’.

IV

Tras la victoria electoral del PAN en 2012 y la toma de protesta del Presidente Mouriño, quien perdió la mano derecha durante los honores a la bandera, estos fueron los encabezados de los periódicos:

Reforma: ‘Cárgase a todos Mouriño’.

El Universal: ‘Mouriño logra que la droga no le llegue a tus hijos’.

Milenio: ‘Firma Azcárraga compra de UNAM’.

La Jornada: ‘¡Ya nos cargó la…!’ (curiosamente, éste fue el último número del diario)

V

El cielo.

—¿Cómo ves al partido, Manolo?

—Pues ya ni te digo, Carlos. Yo no viví para ver el triunfo del dos mil. Tú apenas si alcanzaste. Pero quién diría a lo que llegarían las cosas… ¡Y te culpo a ti!

—¿A mí?

—Sí, a ti, yucateco cabezón.

—¿Y yo por qué?

—¡No me salgas con esa frase de entre todas! Con esa frase se jodió la cosa, precisamente.

—Bueno, carajo, Manuel, ¿pero por qué chingaos tengo yo la culpa?

—¡Tú fuiste el maestro y mentor de Felipillo!

—¡Ah, chingá! ¡Y ahora es mi culpa! ¡Si yo me salí del partido y luego, luego, me morí!

—¡Pues tiene que haber un culpable! ¡Mira nomás a nuestro PAN! ¡Si hasta parece el PRI de los setentas, pero sin guayaberas!

—Pues sí… pué que hasta haya tenido razón Abascal y hubiera sido mejor postular al gobernador de Jalisco en 2006…

—¿Acuña o Emilio?

—¡Sandoval!

—Oí mi nombre, ¿me hablaban?

—No, tocayo… Puros lamentos de panistas muertos, que cada vez somos más.

—Bueno, pero ya déjense de eso. Vamos al rosario con Clouthier y los Morfín.

—¿Rosario? ¡Si ya estamos en el cielo, para qué el pinche rosario, Abascal?

—Es que, como bien dijiste, hay muchos nuevos, aunque no son panistas. Fíjate que llegaron todos los del PRD, Convergencia y el PT, menos Juanito, que, ya ves, ahora es Jefe de Gobierno.

—Pus vamos rezando, que es gerundio…

fin.


G. G. Jolly

jueves, 24 de septiembre de 2009

Juan Mexicano

Los gritos y el pánico movían a la gente en la confusión y lo despertaron. Abrió los ojos. Ahí estaba el mundo, destruyéndose o cerca del fin. Una luz dirigida a su cara movió su cabeza y descubrió a un doctor. “Todo va a estar bien” -oyó-. En la pared una luz roja y una azul se reflejaban intermitentemente, y él no entendía qué era este caos. Cerró los ojos.
El ruido se había ido. No sabía dónde estaba ni él ni el olor a carne quemada que rompió la sinapsis, ni el humo que tapaba el cielo de esa noche. Recordó que la otra vida no sería como un hospital. Poco a poco descubrió el brillo del sol sobre la blancura del techo. Cambió el techo por la pared. Entre ella y su lecho había dos personas, la más cercana a la puerta corrió afuera y la otra tomó la hora. La noche invadió la cabeza.
Fingía dormir mientras escuchaba al doctor y a la enfermera. Después de un tiempo la conversación de ambos era la misma que su monólogo: ¿Quién era? ¿Qué pasó? Decidió seguir fingiendo y esperar respuestas. Pero no llegaban y la duda dolía más que todo el cuerpo. Escuchó lo que pudo sobre un accidente aéreo de funcionarios importantes del gobierno mexicano, entre ellos el secretario de gobernación Juan Camilo Mouriño; también pudo ser un atentado; él era el único sobreviviente gracias a que los asientos lo protegieron; era 5 de noviembre de 2008; los restos humanos eran un rompecabezas y no había forma de identificar a las víctimas. Sus análisis de ADN habrían de llegar en cualquier momento, eran necesarios porque su rostro desfigurado impedía una identificación, y los parientes de las víctimas no soportaban la incertidumbre. Fue en ese momento cuando decidió abrir los ojos y, con lo que reconoció de su voz dijo: “Nadie ve mis análisis”. El doctor y la enfermera corrieron a revisarlo y marearlo con preguntas de cómo estaba, que siguiera el dedo, que volteara hacia un lado, hacia el otro, cuántos dedos veía. “Nadie ve mis análisis -repitió-.” El doctor pidió a la enfermera que trajera al presidente y éste no tardó en entrar y saludarlo debidamente, preguntó cómo se sentía y si se le ofrecía algo. “Sí, -respondió- que nadie vea mis análisis.” El presidente dijo que era su derecho, pero que los parientes querían saber si su familiar había muerto o no. “Pues que pasen y me reconozcan -dijo con una voz moribunda-.” “Creo que deberías descansar antes de verlos -dijo el presidente-.” Con la rabia del dolor y el cansancio de sus huesos respondió “No, ahora”.
Los ojos secos y las bolsas negras venían sobre caras pálidas y arrugas de ansia. El silencio llenó los vacíos del cuarto. Los cuerpos morían carcomidos por la pena, y con aliento a tabaco y café salió la esperanza de vida. Cada uno murmuró un nombre porque cada uno pensaba en una persona que amaba, que molestaba, con quien reía, con quien comió. Esperaron un nombre llegaría a los oídos del herido, éste voltearía los ojos hacia ellos y se arrojarían a sus brazos llenando de lágrimas las heridas. Pero ninguno recibió el elixir. Empezó a ver a todos porque no sabía a quién. Su memoria estaba tan desfigurada como su cara. Y musitó: “No sé quién soy”. Y el dolor se encarnó en todos ellos y en la pena gritando desde la cama, y la duda y la ansiedad y el sin sentido se apoderaron de las caras y sus gestos: “Ni quiero saberlo”. La pregunta invadió cada cuerpo, todos los familiares dijeron que, entonces, ellos habían sufrido una pérdida porque su conocido jamás les habría hecho eso. Todos se retiraron como se debe después de un funeral. El ácido de las palabras derritió la poca anestesia y ya sin riendas llegó la cruz.
El presidente le imploró que dejara que investigaran su identidad, no sólo su familia dependía de eso, también el país. La verdad es que nunca dejaría que se supiera porque, en el fondo, cualquier familia lo querría si reconocía su nombre y todos tendrían la esperanza que aquel enfermo en el hospital era su amado, era su familia y sólo era cuestión de tiempo antes de que recordara todo acerca de ellos y su familia, y su vida, de sus viajes, de sus sueños y sería poco tiempo antes de que la vida volviera a ser la misma.
Los medios de comunicación eran paparazzi al exterior del hospital y gracias a su televisión pudo ver que todos sus posibles parientes visitaban diario aunque no lo vieran. Cada uno había intentado de todas las maneras obtener los resultados de las pruebas de identidad y nadie lo había logrado, pues en cuanto los obtuvo los destruyó. Todo había ocurrido cinco días atrás, las noticias no eran sino especulaciones; los peritos esperaban a encontrar la caja negra y reconstruirla, aunque sin duda creerían más lo que dijera el sobreviviente. El país callaba y todas las lentes y micrófonos esperaban prendidos como los ojos y las orejas. Todos esperaban que hablara, como se espera a un matador.
El nudo gordiano de rumores sólo hacía la bola más grande cada día: si el narco lo había hecho; que si fue un error; si al piloto le ofrecieron dinero a cambio de la vida y prosperidad de su familia; si había sido la oposición del gobierno; si había sido él mismo y por ello sobrevivió; si ni siquiera estaba en el avión y sólo fue víctima del accidente; claro, si fueron los gringos, o cualquier cosa. Por algún instinto sabía cuáles no habían sido y no podía comprobarlo, no tenía más que una corazonada; hasta creía que los medios de comunicación, los peritos o las personas del aeropuerto podrían saber más que él, pues habían visto más evidencia y podrían estar más lejos de la mentira.
Eran ya seis días y lo único que cambiaba era el alboroto; por el drenaje de su sangre las ratas se alimentaban de la memoria, el insomnio era más fuerte que la anestesia y no dormía ni le hacía falta. Su conciencia era fuente de hiperactividad mental, todo iba y venía. Y toda su vida había empezado hace 6 días. No era nadie, ni para él, ni para el país, ni para el mundo. Era alguien para quienes esperaban que fuera su pariente, para quienes buscaban una respuesta, para los morbosos, para los curiosos; era sólo una pieza más para que todos siguieran su vida. Era el rostro deforme de un país sin pies ni cabeza. Era todos.
Esa noche, con la televisión aún prendida, empezó el noticiario. Los expertos comenzaron a hablar sobre él, y una foto aborrecible suya alzaba el rating al cambiar el canal. Una psicóloga habló de la amnesia, de un síndrome inverosímil que casualmente cuadraba un poco con su caso y de las razones para negar la responsabilidad, una psicóloga que cobraba más de lo debido a sus pacientes. Un politólogo no pudo evitar hablar de las repercusiones al país que tenía ese accidente, de cómo se vería la política exterior, de qué se pensaría sobre la seguridad, el narco, etc.; era un politólogo que escribía bien sobre quien le pagara mejor. Un abogado dijo que no tenía derecho de negar a la honorable nación su identidad; un abogado que poco tiempo después fue arrestado por fraude. Un ama de casa habló pidiendo que dijera quién es, por el bien de su familia, cualquiera que fuera; un ama de casa que era negligente con sus hijos. Un escéptico dijo que todo era un plan maquiavélico para esconder matanzas del narco; un escéptico que vendía películas piratas afuera del metro. Un policía le reclamó su responsabilidad por aclarar el caso; un policía que tomaba con el dinero de las mordidas. Un diputado tomó la voz del pueblo para insistir en transparencia; un diputado que sólo votaba por lo que le dijera el partido y no por lo que su conciencia o sus distrito sabían que era mejor. Parece que esa noche hasta el economista tuvo algo certero que decir, fuera de lugar pero certero. Los periódicos, internet, los blogs, los chats, las escuelas, las casas y cualquier otro lugar tenía una opinión sobre el tema: todo era su culpa.
Unos días después, se recuperó y, como el gobierno había pagado la cuenta del hospital, lo dejaron ir. A hurtadillas huyó del hospital con un conserje que lo ayudó a salir. Lo llevó a su casa, le dio de comer y dónde dormir; en una casa donde no cabría la comida que faltaba. El conserje era también barrendero en las mañanas, tuvieron tiempo para que conociera al señor porque él no tenía nada que dar. No era nadie. Era un rostro célebre y asqueroso.
Gracias a unos favores que le debían al conserje, el sobreviviente consiguió falsificar toda una vida de documentos y un nombre: Juan Mexicano. Como Mexicano comenzó a trabajar en las calles, levantándose antes del sol, limpiaba las calles y llevaba la basura a su lugar. Gracias a eso podía seguir leyendo los periódicos llenos de opiniones, de rumores y de reclamos: la justicia, la transparencia, la verdad, la izquierda, la derecha, los impuestos, el desempleo, la inflación, la inseguridad, la seguridad, el narco, etc. Él era el chivo expiatorio, el mexicano que nadie quiere ser. Después de unos días dejó en las oficinas de varios periódicos una carta con su foto. Una carta con fotos de una cámara barata del metro en las que salía limpiando las calles.
Una carta con un recado: “Que me disculpe toda la nación, no sé quién soy ni qué pasa. Sólo sé que tengo que trabajar mientras voy resolviendo mis problemas. Conozco mi responsabilidad, pero también mis límites. Ignoro el pasado y mi identidad, pero me interesa mi futuro, me interesa mi vida y me interesa darle sentido a todas las noches de insomnio, llena de sueños ciegos y plagados de alaridos sin sentido, llenos de una conciencia vacía. Cúlpenme por todo, cúlpenme por lo que no hice y lo que sí. Sacrifíquenme y destrócenme. No sé lo que haya ocurrido, o lo que haya hecho, mi vida comenzó hace unos días y sé pocas cosas, y de esas voy a hablar. Todos han puesto sus quejas en mí, y sé que de todo soy responsable, porque puedo causar todo eso. Sé que es mi culpa que la política esté mal, pero participo como ciudadano. No hay impuestos para pagar vidas y empleos degradantes como los míos, así que pago lo que me toca. Sé cómo la ciudad no tiene agua, así que la ahorro. Sé cuán sucia está la ciudad, así que denuncio lo que veo. Sé que si el pueblo estuviera tan nutrido como nuestra corrupción, no habría hambre, así que no cometo delitos y doy lo que puedo a los más pobres. Las leyes no son lo mejor que tenemos en el país, pero es lo que hay y las respeto. Sé que alguna familia depende de mí, así que llevo mi sueldo a quienes me acogieron y busco darles lo mejor a los niños para que se eduquen. Sé que la corrupción no está sólo en un policía, un político o un abogado, sino en mí si hago mal mi trabajo o si admito que los niños con quienes vivo copien en su examen o no hagan sus tareas. Todos me han reclamado justicia, transparencia y memoria que no puedo dar. Por eso trabajo y empiezo mi vida deseando poder explicar lo que ocurrió. Despierto y quiero que todo no haya pasado. Pero pasó. Como no conozco a nadie, hago lo que en mí queda para procurar que al menos su día marche con calma. Mi cuerpo está tan despedazado como el país que me ama y odia, y sufro con él, sufro con todos. Sé que no puedo limpiar el país de todos sus problemas, así que limpio sus calles pidiendo perdón por todo el mal que causé o el bien que omití. En mi memoria están todas las quejas en mi contra. En mi cabeza giran todas las opiniones sobre lo que debería o no estar haciendo, pero diario leo las noticias y sé que todo es mi culpa, que soy su chivo expiatorio. Y está bien, porque recupero mi conciencia cada noche que me dice cuánto se reduce mi culpa. Por eso no me quejo, sino que trabajo bien y por eso puedo descansar. Despierto y sé que debo lo mismo al país que el policía, el doctor, el ingeniero, el obrero, el tortillero, el ama de casa, el estudiante, el presidente y el pordiosero. Sé que soy un mexicano que se involucra en todo lo que cualquiera hace y a quien repercute todo lo que ocurre. Sé que soy un mexicano. Sé que no soy nadie, y por eso sé que soy todos.

Atentamente, Juan Mexicano de Verdad.”

Unos días después, debido a una infección causada por una herida que no detectaron, Juan Mexicano murió y se llevó su conciencia.