I
Mis tíos quinceañeros me habían dicho muchas veces, muchas más, cuánto les enojaba ver que mi papá tenía el control de la casa. A mí no me importaba su manía, siempre hubo un escondite en la lectura que me hacía liberarme e imaginar este mundo y mil más. Comencé a escribir mis propias historias de héroes, de México, de los estudiantes y seguí viajando por el mundo que conoce un niño de nueve años. Las olimpiadas eran lo mejor que podría ocurrirle a un chamaquillo como yo, eran en mi imaginación las pruebas de los que serían los héroes de la tierra. Los fuertes dominarían y ganarían la presea del respeto público; los débiles irían a pelar papas a otro lado. Así que un día jugamos a los guerreros aztecas en la casa mientras el licenciado no estaba. Mis tíos eran los malos, yo era el bueno y mis hermanos no quisieron jugar; eran débiles y no merecían ir a las olimpiadas. Subíamos y bajábamos por todos lados de la casa, corriendo y aventando flechas, hachas, lanzas y todo lo que la imaginación es capaz de crear, destrozando la casa tal como la imaginación la puede dejar. Nos cansamos de Mesoamérica y jugamos al bueno y los malos y feos. Yo era, claro, el vaquero bueno, el mejor de todos y mis tíos eran los “Mellizo fronterizos”, fuera de la ley y de toda convención humana. Me empezaron a perseguir y me escondí en el despacho de mi papá. Era ya de noche y no venían por mí, así que como vaquero que era, me puse a husmear donde se pudo. Encontré muchos papeles que me parecieron francamente tediosos, pero también una pistola. E imaginé que mataba al sheriff. E imaginé que el pueblo me quería porque el sheriff era injusto. E imaginé que el sheriff me decía: “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” Y dejé de imaginar, y fui el mejor de los vaqueros.
II
El licenciado nunca dejó de hablar de las costumbres, de la importancia de ser el hombre de la casa, de las reglas, del orden, de las tradiciones y todas esas cosas que se olvidaron en esta democracia de porquería. Y los estudiantes no dejaban de hablar de la mierda del gobierno, de la jaula de la represión, de la libertad. Los jipis jamás se callaron sobre pasarla tranquilo y divertirse. Y mi mamá no estaba. Pero me seguía gustando leer mucho, devorar libros, folletos, volantes, publicidad roja, cuentos vaqueros, lo que pasara por mis manos. Y el licenciado no dejaba a un lado el orden, ni su mano dura. Un día mi tío Luis Ignacio me enseñó qué significaba mucho de lo que leía desde su punto de vista, entendíamos lo mismo así que no fue gran avance. Lo único verdaderamente importante que aprendí fue la palabra “represión”. Sonaba bien y tenía cierto qué-sé-yo que me ganaba y la decía todo el día; un día la dije en la comida en un tono melódico y tragué mi sopa con la cara pegada al plato y sin respirar. “Eso es represión, y ahora se calla”.
Ah, volviendo a lo importante. El 68 en México sí llegó a mis oídos. Mucho oía en la Portales, y algo leí en el Excelsior, y algo llamó mucho mi atención: “Represión”. Por lo que oí que se decía, el gobierno había “reprimido” a los necios; los reprimió con dosis de plomo.
“¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” –dijo el licenciado.
“¿Soy un necio?” –pregunté.
“Si no la bajas, sí” –dijo con serenidad.
Sigo siendo un necio, pero el ya no es autoridad ni en esta casa sigue reinando la manía de orden.
III
Por cierto, les decía del 68. El licenciado fue siempre un hombre recto y digno de respeto por la coherencia de su integridad de vida, y siempre fue un ejemplo de estricta e impecable disciplina y de ideales. El licenciado, como ciudadano y abogado honrado que era, jamás descuidó sus deberes ni dejó de contemplar un segundo las máximas éticas vitales para una sociedad armónica. Pero la gente no siempre tiene la misma perspectiva de las cosas o las personas, y menos si les quitan a lo que valoran.
El señor Francisco que a dos cuadras de la casa tenía su puesto de periódicos y revistas era el proveedor oficial de la pornografía de mis tíos y también un buen móvil para toda la publicidad del movimiento estudiantil y de las ideas que difundían. Al licenciado no le parecía ninguna de las dos cosas, pero lo toleraba por alguna extraña cuestión de caridad cristiana o algo similar. Pero si algo era en serio para mi padre era: “Pero si alguien escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar”.
Pero para don Francisco el pan para la casa iba antes que los preceptos morales y de decencia y un día que mis tíos no podían salir de la casa, me dieron unos muéganos a cambio de ir por cuento de proxenetas animado que tanto apelaba a su gusto pervertido. Me habían prometido más cuando regresara, así que fui rápidamente y, al volver, el licenciado vio el sexo dibujado en mis manos e imaginó la oscuridad de mi alma. El castigo fue terrible, ya lo olvidé, supongo que como algún medio de negación o de defensa. Hasta le tuve miedo al sexo por diez años o más, pero los setentas fueron buena medicina para el trauma. El licenciado, por fin, se decidió a atar al cuello una piedra de moler y lo delató antes las autoridades correspondientes.
Mis tíos se empezaron a desesperar por no tener más material y quitarse la tensión de otras formas. Una vez, un tío vendió un libro muy preciado del licenciado a cambio de un viaje en taxi y algunos volúmenes de donde las poco damas se dejan retratar, y no eran tanto de selección sino de variedad. Cuando volvió al anochecer porque se había perdido, la mano dura en la cara no se hizo esperar, ni tampoco el cuero de la cintura se cohibió para dejar huellas por su paso. En un arranque de cólera mi tío Fernando salió a defender a su mellizo, pero no vio las escaleras y rodaron sus huesos en cada peldaño; su hermano mayor también lo golpeó y los quinceañeros quedaron lastimados en el suelo. Mi padre ignoró los gritos de Luis Ignacio que pedían ayuda para su hermano más amigo. Al día siguiente el buen abogado hizo que todo pareciera una pelea por la cual no se podría responsabilizar a Fernando, un accidente y nada más que mereciera mención para aclarar las razones del fallecimiento de este viejo niño.
Días después, en el rencor y el resentimiento mi tío demostró que sí había aprendido muchas otras cosas. Tomó la .38mm y escuché: “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?”. Mi tío ahora pasa su tiempo en alguna prisión, esperando ya la muerte y no el perdón.
IV
Si realmente quieren que les cuente del 68, pues poco y opaco es lo que nos llega ahora, tendrán que oír primero por qué aprendí tanto de lo sucedido en la UNAM. El licenciado llevó ante las autoridades a unos vecinos que no dejaron de planear cada movimiento de la revuelta estudiantil, y mi cristiano padre no toleraría faltas a la autoridad por parte de unos “necios insolentes” irrespetuosos del pasado y las buenas costumbres. Poco después, se supo quién fue y un día mi padre recibió una visita un poco incómoda a la casa; una de esas personas que obedecen a los ricos que verdaderamente andan tras las ideas y siempre encuentran negocio. Una de esas personas con poco corazón y ni una pizca de alma. Una de esas personas que obedecen sin cuestionar. Una persona que oyó: “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” Una persona que me dejó en la orfandad, mandó a mi tío a la cárcel y me hizo estudiar en la UNAM. Una de esas personas a las que uno no les reclamaría jamás haber acabado con un padre pederasta que infringió cada ley moral en su casa y no dejó de ser candil de la calle.
V
Si algo no aprendió el licenciado de su segunda patria, fue el uso de los refranes. Efectivamente aprendió mucho de las costumbres, de la forma de pensar, del estilo de vida y de todo el surrealismo que lo rodeaba no sólo en un país nuevo, sino en la década del siglo XX civilmente más conflictiva de todas. La música de los Beatles, Bob Dylan, The Rolling Stones, etc., no dejaba de sonar por todos lados, salvo en mi casa ,donde la censura y la disciplina estaban ahí para despertarnos puntualmente a mí y a mis hermanos cada día. Evidentemente uno tendría el mayor cuidado y dureza para criar a sus hijos en tiempos tan revoltosos; cualquier persona sensata, como bien fue el licenciado, habría aleccionado a sus hijos en todo lo que consideraba digno de cuidarse y ser respetado por todas las generaciones venideras y pasadas, por todas las buenas costumbres que permitían una sana convivencia en un país en vías de desarrollo. Claramente cualquier persona prudente, como fue el licenciado, habría cuidado de que a su casa no entrara aquello que merecía un escupitajo y patada en las gónadas de cada insolente que hablara con sus familiares sobre estas ideas que provocaron esta maldita democracia donde todos hacen lo que quieren y nadie respeta nada ni a nadie. Indudablemente, cualquier persona ordenada procuraría un lugar para cada cosa y que cada cosa permaneciera en su lugar, como bien hizo el licenciado. Inevitablemente todos estos cuidados no serían tan efectivos en un país donde las ideas y los chismes corren como los sobornos a los funcionarios públicos, donde los niños aprenden más en la calle y lo llevan a la casa. Innegablemente un niño es curioso y escucha de todo lo que pasa por el aire y entiende mucho o poco, pero siempre entiende lo que a él le pasa, y esa curiosidad lo lleva a pensar, tal vez bien o mal, pero siempre está pensando; siempre está pensando en lo que podría hacer cuando crezca, en lo que hay donde no le dejan meterse, en que una pistola es la perfecta herramienta para la venganza contra quien lo ha dañado y lo ha herido. Placenteramente un niño escucharía “¿Le importaría no apuntar el cañón de mi pistola hacia mí?” mientras sostiene el hierro frío en sus manos y es verdugo de su propio padre. Si algún refrán no aprendió mi papá ni en México ni en España fue: Cría cuervos y te sacarán los ojos.