Los gritos y el pánico movían a la gente en la confusión y lo despertaron. Abrió los ojos. Ahí estaba el mundo, destruyéndose o cerca del fin. Una luz dirigida a su cara movió su cabeza y descubrió a un doctor. “Todo va a estar bien” -oyó-. En la pared una luz roja y una azul se reflejaban intermitentemente, y él no entendía qué era este caos. Cerró los ojos.
El ruido se había ido. No sabía dónde estaba ni él ni el olor a carne quemada que rompió la sinapsis, ni el humo que tapaba el cielo de esa noche. Recordó que la otra vida no sería como un hospital. Poco a poco descubrió el brillo del sol sobre la blancura del techo. Cambió el techo por la pared. Entre ella y su lecho había dos personas, la más cercana a la puerta corrió afuera y la otra tomó la hora. La noche invadió la cabeza.
Fingía dormir mientras escuchaba al doctor y a la enfermera. Después de un tiempo la conversación de ambos era la misma que su monólogo: ¿Quién era? ¿Qué pasó? Decidió seguir fingiendo y esperar respuestas. Pero no llegaban y la duda dolía más que todo el cuerpo. Escuchó lo que pudo sobre un accidente aéreo de funcionarios importantes del gobierno mexicano, entre ellos el secretario de gobernación Juan Camilo Mouriño; también pudo ser un atentado; él era el único sobreviviente gracias a que los asientos lo protegieron; era 5 de noviembre de 2008; los restos humanos eran un rompecabezas y no había forma de identificar a las víctimas. Sus análisis de ADN habrían de llegar en cualquier momento, eran necesarios porque su rostro desfigurado impedía una identificación, y los parientes de las víctimas no soportaban la incertidumbre. Fue en ese momento cuando decidió abrir los ojos y, con lo que reconoció de su voz dijo: “Nadie ve mis análisis”. El doctor y la enfermera corrieron a revisarlo y marearlo con preguntas de cómo estaba, que siguiera el dedo, que volteara hacia un lado, hacia el otro, cuántos dedos veía. “Nadie ve mis análisis -repitió-.” El doctor pidió a la enfermera que trajera al presidente y éste no tardó en entrar y saludarlo debidamente, preguntó cómo se sentía y si se le ofrecía algo. “Sí, -respondió- que nadie vea mis análisis.” El presidente dijo que era su derecho, pero que los parientes querían saber si su familiar había muerto o no. “Pues que pasen y me reconozcan -dijo con una voz moribunda-.” “Creo que deberías descansar antes de verlos -dijo el presidente-.” Con la rabia del dolor y el cansancio de sus huesos respondió “No, ahora”.
Los ojos secos y las bolsas negras venían sobre caras pálidas y arrugas de ansia. El silencio llenó los vacíos del cuarto. Los cuerpos morían carcomidos por la pena, y con aliento a tabaco y café salió la esperanza de vida. Cada uno murmuró un nombre porque cada uno pensaba en una persona que amaba, que molestaba, con quien reía, con quien comió. Esperaron un nombre llegaría a los oídos del herido, éste voltearía los ojos hacia ellos y se arrojarían a sus brazos llenando de lágrimas las heridas. Pero ninguno recibió el elixir. Empezó a ver a todos porque no sabía a quién. Su memoria estaba tan desfigurada como su cara. Y musitó: “No sé quién soy”. Y el dolor se encarnó en todos ellos y en la pena gritando desde la cama, y la duda y la ansiedad y el sin sentido se apoderaron de las caras y sus gestos: “Ni quiero saberlo”. La pregunta invadió cada cuerpo, todos los familiares dijeron que, entonces, ellos habían sufrido una pérdida porque su conocido jamás les habría hecho eso. Todos se retiraron como se debe después de un funeral. El ácido de las palabras derritió la poca anestesia y ya sin riendas llegó la cruz.
El presidente le imploró que dejara que investigaran su identidad, no sólo su familia dependía de eso, también el país. La verdad es que nunca dejaría que se supiera porque, en el fondo, cualquier familia lo querría si reconocía su nombre y todos tendrían la esperanza que aquel enfermo en el hospital era su amado, era su familia y sólo era cuestión de tiempo antes de que recordara todo acerca de ellos y su familia, y su vida, de sus viajes, de sus sueños y sería poco tiempo antes de que la vida volviera a ser la misma.
Los medios de comunicación eran paparazzi al exterior del hospital y gracias a su televisión pudo ver que todos sus posibles parientes visitaban diario aunque no lo vieran. Cada uno había intentado de todas las maneras obtener los resultados de las pruebas de identidad y nadie lo había logrado, pues en cuanto los obtuvo los destruyó. Todo había ocurrido cinco días atrás, las noticias no eran sino especulaciones; los peritos esperaban a encontrar la caja negra y reconstruirla, aunque sin duda creerían más lo que dijera el sobreviviente. El país callaba y todas las lentes y micrófonos esperaban prendidos como los ojos y las orejas. Todos esperaban que hablara, como se espera a un matador.
El nudo gordiano de rumores sólo hacía la bola más grande cada día: si el narco lo había hecho; que si fue un error; si al piloto le ofrecieron dinero a cambio de la vida y prosperidad de su familia; si había sido la oposición del gobierno; si había sido él mismo y por ello sobrevivió; si ni siquiera estaba en el avión y sólo fue víctima del accidente; claro, si fueron los gringos, o cualquier cosa. Por algún instinto sabía cuáles no habían sido y no podía comprobarlo, no tenía más que una corazonada; hasta creía que los medios de comunicación, los peritos o las personas del aeropuerto podrían saber más que él, pues habían visto más evidencia y podrían estar más lejos de la mentira.
Eran ya seis días y lo único que cambiaba era el alboroto; por el drenaje de su sangre las ratas se alimentaban de la memoria, el insomnio era más fuerte que la anestesia y no dormía ni le hacía falta. Su conciencia era fuente de hiperactividad mental, todo iba y venía. Y toda su vida había empezado hace 6 días. No era nadie, ni para él, ni para el país, ni para el mundo. Era alguien para quienes esperaban que fuera su pariente, para quienes buscaban una respuesta, para los morbosos, para los curiosos; era sólo una pieza más para que todos siguieran su vida. Era el rostro deforme de un país sin pies ni cabeza. Era todos.
Esa noche, con la televisión aún prendida, empezó el noticiario. Los expertos comenzaron a hablar sobre él, y una foto aborrecible suya alzaba el rating al cambiar el canal. Una psicóloga habló de la amnesia, de un síndrome inverosímil que casualmente cuadraba un poco con su caso y de las razones para negar la responsabilidad, una psicóloga que cobraba más de lo debido a sus pacientes. Un politólogo no pudo evitar hablar de las repercusiones al país que tenía ese accidente, de cómo se vería la política exterior, de qué se pensaría sobre la seguridad, el narco, etc.; era un politólogo que escribía bien sobre quien le pagara mejor. Un abogado dijo que no tenía derecho de negar a la honorable nación su identidad; un abogado que poco tiempo después fue arrestado por fraude. Un ama de casa habló pidiendo que dijera quién es, por el bien de su familia, cualquiera que fuera; un ama de casa que era negligente con sus hijos. Un escéptico dijo que todo era un plan maquiavélico para esconder matanzas del narco; un escéptico que vendía películas piratas afuera del metro. Un policía le reclamó su responsabilidad por aclarar el caso; un policía que tomaba con el dinero de las mordidas. Un diputado tomó la voz del pueblo para insistir en transparencia; un diputado que sólo votaba por lo que le dijera el partido y no por lo que su conciencia o sus distrito sabían que era mejor. Parece que esa noche hasta el economista tuvo algo certero que decir, fuera de lugar pero certero. Los periódicos, internet, los blogs, los chats, las escuelas, las casas y cualquier otro lugar tenía una opinión sobre el tema: todo era su culpa.
Unos días después, se recuperó y, como el gobierno había pagado la cuenta del hospital, lo dejaron ir. A hurtadillas huyó del hospital con un conserje que lo ayudó a salir. Lo llevó a su casa, le dio de comer y dónde dormir; en una casa donde no cabría la comida que faltaba. El conserje era también barrendero en las mañanas, tuvieron tiempo para que conociera al señor porque él no tenía nada que dar. No era nadie. Era un rostro célebre y asqueroso.
Gracias a unos favores que le debían al conserje, el sobreviviente consiguió falsificar toda una vida de documentos y un nombre: Juan Mexicano. Como Mexicano comenzó a trabajar en las calles, levantándose antes del sol, limpiaba las calles y llevaba la basura a su lugar. Gracias a eso podía seguir leyendo los periódicos llenos de opiniones, de rumores y de reclamos: la justicia, la transparencia, la verdad, la izquierda, la derecha, los impuestos, el desempleo, la inflación, la inseguridad, la seguridad, el narco, etc. Él era el chivo expiatorio, el mexicano que nadie quiere ser. Después de unos días dejó en las oficinas de varios periódicos una carta con su foto. Una carta con fotos de una cámara barata del metro en las que salía limpiando las calles.
Una carta con un recado: “Que me disculpe toda la nación, no sé quién soy ni qué pasa. Sólo sé que tengo que trabajar mientras voy resolviendo mis problemas. Conozco mi responsabilidad, pero también mis límites. Ignoro el pasado y mi identidad, pero me interesa mi futuro, me interesa mi vida y me interesa darle sentido a todas las noches de insomnio, llena de sueños ciegos y plagados de alaridos sin sentido, llenos de una conciencia vacía. Cúlpenme por todo, cúlpenme por lo que no hice y lo que sí. Sacrifíquenme y destrócenme. No sé lo que haya ocurrido, o lo que haya hecho, mi vida comenzó hace unos días y sé pocas cosas, y de esas voy a hablar. Todos han puesto sus quejas en mí, y sé que de todo soy responsable, porque puedo causar todo eso. Sé que es mi culpa que la política esté mal, pero participo como ciudadano. No hay impuestos para pagar vidas y empleos degradantes como los míos, así que pago lo que me toca. Sé cómo la ciudad no tiene agua, así que la ahorro. Sé cuán sucia está la ciudad, así que denuncio lo que veo. Sé que si el pueblo estuviera tan nutrido como nuestra corrupción, no habría hambre, así que no cometo delitos y doy lo que puedo a los más pobres. Las leyes no son lo mejor que tenemos en el país, pero es lo que hay y las respeto. Sé que alguna familia depende de mí, así que llevo mi sueldo a quienes me acogieron y busco darles lo mejor a los niños para que se eduquen. Sé que la corrupción no está sólo en un policía, un político o un abogado, sino en mí si hago mal mi trabajo o si admito que los niños con quienes vivo copien en su examen o no hagan sus tareas. Todos me han reclamado justicia, transparencia y memoria que no puedo dar. Por eso trabajo y empiezo mi vida deseando poder explicar lo que ocurrió. Despierto y quiero que todo no haya pasado. Pero pasó. Como no conozco a nadie, hago lo que en mí queda para procurar que al menos su día marche con calma. Mi cuerpo está tan despedazado como el país que me ama y odia, y sufro con él, sufro con todos. Sé que no puedo limpiar el país de todos sus problemas, así que limpio sus calles pidiendo perdón por todo el mal que causé o el bien que omití. En mi memoria están todas las quejas en mi contra. En mi cabeza giran todas las opiniones sobre lo que debería o no estar haciendo, pero diario leo las noticias y sé que todo es mi culpa, que soy su chivo expiatorio. Y está bien, porque recupero mi conciencia cada noche que me dice cuánto se reduce mi culpa. Por eso no me quejo, sino que trabajo bien y por eso puedo descansar. Despierto y sé que debo lo mismo al país que el policía, el doctor, el ingeniero, el obrero, el tortillero, el ama de casa, el estudiante, el presidente y el pordiosero. Sé que soy un mexicano que se involucra en todo lo que cualquiera hace y a quien repercute todo lo que ocurre. Sé que soy un mexicano. Sé que no soy nadie, y por eso sé que soy todos.
Atentamente, Juan Mexicano de Verdad.”
Unos días después, debido a una infección causada por una herida que no detectaron, Juan Mexicano murió y se llevó su conciencia.
jueves, 24 de septiembre de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario