Unos cuantos días después acompañé a Lavinia a Westbourne Terrace. Era una casa escrupulosamente pensada y cada detalle en ella hacía una pincelada más en una pintura brillantemente cuidada. Me sentía en una fantasía que, más que soñada, era cada día revitalizada con el pasar del tiempo; de alguna forma el pasado seguía vivo en ese lugar. En cuanto llegamos, subimos a los cuartos que visité y miré minuciosamente. Daban la sensación de un museo que en la noche esperaba a sus dueños, pues todos estaban estáticos y el aire olía a respirado pero no a estancado. Pasé a los baños donde las toallas colgaban y el tiempo volvía a correr con cada mirada. Las cosas parecían haber absorbido la vida de sus dueños fallecidos. No sentía ningún miedo, ningún escalofrío; al contrario, empecé a querer a la familia que jamás conocí, a sentirme parte de ella. Después de haber visitado todos los cuartos, Lavinia me preguntó si podría esperar sola en la casa cuidándola pues el jardinero tendría que venir en esas horas pero ella tenía que irse a arreglar algunos asuntos pendientes. En mi fascinación por la casa decidí hacerlo.
Bajé a la cocina, tomé un vaso de agua, recorrí el piso de abajo y me senté en un sofá a admirar cada detalle. Hasta ese momento comencé a entender a Marmaduke y sus historias. Cerré los ojos y comencé a imaginar cómo habrían pasado el tiempo los cuatro que nos habían dejado. Imaginé a la señora y al señor conversando sobre arte, no pudieron evitar alabar a Oscar Wilde y sus críticas a la sociedad inglesa. Me senté a escuchar sus opiniones cuando de pronto voltearon a la puerta por donde entraban la hija y mi amigo. Tomaron sendas tazas de té verde y se sentaron frente a los señores. El diálogo del arte se fue convirtiendo paulatinamente, gracias a la narración de la vida de los recién casados, en una apreciación estética en la vida diaria londinense. Algo había en Londres que era capaz de cautivar a todos sus habitantes, la vida no se detenía jamás y las sorpresas sabían alegrar el ojo y, en cualquier caso, siempre quedaba recorren los jardines de Kensington para poder ver a las familias jugar con sus cometas y correr de un lado a otro; también se podría ir a Hyde Park para caminar mientras se miraba a la gente leyendo en los días soleados. En los días lluviosos, el agua no detenía el disfrute del día en la enigmática ciudad, pero no era tan buen anfitrión como una taza de té caliente, con un poco de miel; si era negro caería mejor un poco de leche.
Las risas no se hicieron esperar en ningún momento, el humor inglés y su refinamiento hacían una cohesión que fluía dentro del cuerpo de todos y la llevaba hasta la cara, a una sonrisa que se acomodaba tan bien como una segunda taza de té. Seguí escuchando la conversación y vino a cuento el escritor J. M. Barrie, y su obra Peter Pan. Todos aclamaron el buen ojo que tuvo para darle más alegría a los jardines de Kensington, a las casas de Earl’s Court y al distrito de Chelsea y Kensington en sí. No pude sino concordar con ellos en cada palabra, parecían leer uno a uno mis pensamientos y seguir las ideas que iban por mi cabeza. Por el aire corría la hospitalidad de tal forma que soñaba con que Lavinia no volviera e interrumpiera con lo que ahora me parecerían celos absurdos, esa niña no tendría más que ofrecer a Marmaduke, nada comparable a lo que su bella esposa le daba. Sonó la puerta y el señor amablemente se paró a abrirla, dejó entrar a una señora a quien le ofreció una silla aparte, debido a que ya ocupábamos todos los lugares de los sofás, y no quedó lejos de la plática. Pero ella, al igual que yo, no comentaba mucho pero parecía menos ajena a las conversaciones y a la familiaridad de sus anfitriones. Ella volteaba a quien tuviese la palabra y sonreía, lo único que llegó a expresar con un comentario fue su alegría de verlos reunidos a todos de nuevo. Por alguna extraña razón, no pude sino concordar en que la bella armonía que componían entre palabras y risas, en lo ameno que hacían la estancia y en lo acogedora que convertían la casa.
Cuando hube dicho eso, las primeras palabras de mi boca, todos me voltearon a ver cómo si recién hubiese llegado y me dieron la bienvenida. Fruncí el ceño con extrañeza y, antes de decir cualquiera otra cosa, Marmaduke me presentó ante todos y me respondieron con una sonrisa. El señor dijo que hacía tiempo me esperaban con ansias y que esperaban que ahora entendiese a mi amigo.
-Lady Emma, disculpe que la despierte pero ya nos vamos. Dijo Lavinia con calma.
-No hay cuidado, querida, pero ¿qué hay del jardinero? Pregunté intentando disimular que había dormido cuando debí estar cuidando.
-¿El jardinero? No hay cuidado, mi lady, esta señora llegó hace unas horas y lo recibió; dijo que la vio durmiendo y no quiso despertarla. Amablemente se quedó a cuidar su sueño.
De la cocina salió una mujer a quien no puedo describir, no porque no halla palabras para hacerlo sino porque veía en ella a alguien más, alguien que se escondía bajo ese cuerpo así que aunque encontrara las palabras indicadas, no la podrían reconocer si les dijera lo que vi. ¿Quién era, querido? No recuerdo su nombre, pero era la médium.
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