domingo, 27 de septiembre de 2009

La visita

Aquel día llegamos juntas a Westbourne Terrace, ni ella ni yo nos atrevíamos a cruzar el inmenso portón sin el brazo de la otra. Yo sabía que pronto sabría muchas cosas que siempre, o por lo menos desde que conocí la excéntrica historia del romance entre Maud-Evelyn y Marmaduke, quise saber y la curiosidad me hacía doler el estómago. Ella, por el contrario, se veía serena, estaba segura de que era el momento indicado y que, fuera lo que fuese, todo saldría tal y como debía de ser. Así lo había querido Marmaduke y con eso le bastaba.

Finalmente estuvimos frente a la brillante perilla, y tomando aire Lavinia la abrió de golpe. Ésta rechinó y abrió paso a una estancia impecablemente iluminada por la luz del medio día. Todos los muebles ya cubiertos por sábanas blancas le daban un aspecto especialmente fantasmagórico al lugar. Pero al mismo tiempo, los inmensos ventanales soplaban hacia adentro los rayos de luz cargados de polvo, dejándolos suavemente sobre el suelo de madera pulida, invitándonos a entrar sin miedo. Empujadas por una mezcla de curiosidad y deber cruzamos la habitación principal. Lavinia recorría cada mueble con la punta de un dedo pálido y tembloroso, yo la esperé al pie de la escalinata, dispuesta a subir hasta la suite lo antes posible.

Cada uno de los escalones se quejaba a nuestro paso, todos con voces distintas. Por mi mente crecían preguntas, como una enredadera venenosa que va llenando cada rincón en cuestión de segundos. ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué lo amaría tanto? ¿Qué tesoros encontraremos en esa habitación? Y mil cuestiones más hacían que mi corazón se agitara y mi respiración se tornara entrecortada. Lavinia, que iba delante de mí, no hablaba, durante todo el recorrido escalera arriba nada más escuché el siseo de su traje de luto húmedo contra la fina madera de los escalones chirriantes.

No tardamos mucho en encontrarnos, nuevamente, frente a una puerta inmensa, blanca, cerrada. Ella tomó la llave con cuidado y, temblorosa, la introdujo en la cerradura dorada y limpia. Nuestros rostros pálidos se reflejaban en la chapa redonda, extremadamente serios y, al mismo tiempo, pintados de emociones y sentimientos encontrados, que ninguna imaginó experimentar. Realmente, ninguna de las dos imaginó llegar a ese momento, en el que todos los misterios de Marmaduke y su espectral romance fueran a ser revelados frente a nuestros ojos. Pero ahí estábamos, y, antes de lo que yo hubiera esperado, Lavinia abrió la puerta muy lentamente, dejándola ceder.

La habitación era espaciosa y también gozaba de grandes ventanales. Había una delicada puerta de cristal que llevaba a un balcón del que podía verse a la gente pasear los días no tan lluviosos, como ese. Todos los muebles tapizados de blanco, Marmaduke y los Dedrick tenían un gusto exquisito para este tipo de cosas, y algo que llamó mi especial atención fue que ninguno de éstos había sido cubierto por las sábanas blancas aún.

Lavinia me miró, intentando conservar la serenidad, y se dispuso a buscar los tesoros del recién difunto y su tan querida Maud-Evelyn. Me di cuenta que titubeada en cada paso que daba, como si las piernas le pesaran y sus rodillas se estremecían, como si estuviera en un territorio profundamente desconocido. Su alma temblaba, como sus labios y las puntas de sus dedos. Yo quedé petrificada, no sabía qué hacer, y cuando lo supe era demasiado tarde. Ella se dio cuenta primero de lo que estaba sucediendo: la habitación, a excepción de los muebles, estaba vacía. Ni un solo cuadro, ni una figurita de porcelana, ni siquiera la reglamentaria jarrita en la mesa de noche. Nada. Pero Lavinia sabía cosas que yo no, y se apresuró a abrir una de las blancas puertas del armario que yacía en una esquina de la habitación. Estaba lleno de cajitas, todas del mismo tamaño y colores pálidos, con etiquetas en la tapa. Soltó una sonrisa de victoria y tomó una de las cajas, cuidadosamente, leyó la etiqueta y la abrió.

Cada una de las cajas estaban llenas de papeles, unos grandes y doblados, otros pequeños pero todos separados por temas. “Regalos míos”, “Del día de campo”, “Noches (parte uno)”, “Regalos de cumpleaños”, “Fiestas”, “Del día de su muerte”. Todos y cada uno de los tesoros de Maud-Evelyn estaban ahí, capturados en la caligrafía de ambos Dedrick y Marmaduke. Con los ojos abiertos de par en par, sorprendida hasta la médula, me acerqué a mi querida amiga y leí algunos de los contenidos de las cajitas. “Le encantaban los bombones, especialmente los que estaban rellenos de sorpresas.” “Cuando la lluvia azotaba su ventana por las noches, ella se levantaba, descalza, y se hacía un ovillo en la esquina, muerta de miedo.” “Era muy amable, excepto cuando alguien hablaba mal de alguna persona mayor. Entonces enrojecía y, dando un fuerte pisotón en el suelo daba media vuelta y se retiraba.”

Lavinia tomó todas las cajas y las fue abriendo, una por una, leyendo cada palabra detenidamente. Yo me senté en la silla cercana a la ventana y esperé al tiempo que mi mente digería el asunto. Marmaduke había inmortalizado cada detalle, cada objeto, cada sentimiento y cada gesto de Maud-Evelyn, dejando plasmada, al mismo tiempo, su propia esencia, su propio ser. La amó tanto que no dejó que se fuera toda ella al pie de la colina.

Las horas pasaron y Lavinia me suplicó un momento a solas. Yo le dí el gusto y la dejé con un papel y pluma en mano. Al regresar la encontré escurrida en el silloncito- se sentía indigna de utilizar la cama- con la hoja llena de sentimientos misteriosamente acidulados, que él nunca supo y ahora se quedarían ahí, en una de las cajitas con la leyenda “Secretos”.

Regresamos, ambas lagrimeando pero sin decir nada. Así lo hubiera querido él. 

-Anna D.P.

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