Claro que sí. Westbourne Terrace era una vieja casona londinense que daba a la calle, sin jardín ni patio delantero. Sus paredes rozaban las de las casas contiguas. Nada en el exterior denotaba ninguna cosa extraordinaria; era una casa como cualquier otra, descuidada sin llegar a ruinas.
Cuando entré, lo primero que me sacudió fue el silencio. A pesar de que nos recibía, justo a la entrada, un gran reloj de pared, su péndulo colgaba inmóvil y las manecillas permanecían —según me dijo Marmaduke— detenidas, marcando la hora del último suspiro de Maude-Evelyn. Desde entonces, el tictac y el redoblar de sus campanas habían callado. La chimenea guardaba aún cenizas. Frías. Probablemente, las del último fuego que encendieron los Dedrick. La sala, en la penumbra, no dejaba ver nada extraordinario, salvo la completa ausencia de polvo, lo que me llevó a deducir que él pagaba una mucama que limpiase y sacudiese, aunque bien podría haber sido Lavinia quien la hiciera; lo ignoro.
Marmaduke, apesadumbrado —como si respirara nostalgia en cada esquina—, y Lavinia me condujeron escalera arriba para que conociera la planta alta y, sobre todo, la habitación de Maude-Evelyn. Los escalones bajo mis pies chirriaron y crujieron. De nuevo, me percaté de que el barandal estaba libre de polvo. Era aquella una casa a todas luces inhabitada y desierta, obscura y gélida, si bien no la cubrían telarañas ni carcomía la humedad a los muros ni a los muebles los cubrían mantas, como sucede con todas las casas abandonadas.
En el pasillo de la planta alta me topé con una tríada de retratos: de los señores Dedrick, que lucían, en efecto, como la gente normal y decente, sin nada en especial; y, al centro, el de Maude-Evelyn. Me sorprendió verdaderamente no nada más la pintura en sí misma —los vivos colores, la destreza de cada pincelada—, sino la belleza inaudita de la joven plasmada sobre el lienzo: la boca roja, el pelo casi tan terso como su faz, los ojos azules de mirada intensa, la pose a tres cuartos que me confrontó como espectadora. Vaya que ahora sí comprendía el encanto que despertaba y en el que envolvía a la gente: a sus padres, a Marmaduke, a Lavinia y ahora a mí. De hecho, a partir de entonces, la planta alta de aquella casona se me figuró más iluminada y colorida. Sí, entraba más luz por las ventanas, que tenían corridas las cortinas; también un florero se engalanaba con flores recién cortadas precisamente a los pies del retrato.
Entré, al fin, en su dormitorio, que me enterneció por la sutiliza de sus colores, por la calidez de sus matices y la elegancia del decorado, del mobiliario, de los tapices y de los adornos. En verdad que ellaella! ¡Sí, Maude-Evelyn, tan hermosa, tan apacible, como si durmiera profundamente. Su cabellera rubia caía grácilmente sobre las almohadas, casi sin tocarlas, y su piel brillaba de blancura como uno esperaría de la nieve y no de un cuerpo. Es hermosa. Tú también deberías conocerla, querido.
IX
Así continuó Lady Emma, contándonos maravillas de Maude-Evelyn, como si fuese una especie de Bella Durmiente del Londres moderno, esperando a su príncipe azul. La vieja se regocijaba con su relato, de cómo ella, Lavinia y Marmaduke, a pesar del luto, vivían todos felices, al menos cuando se reunían en torno a ella, en esa casa de tesoros.
Tiempo después, cuando Lady Emma murió, yo me enteré que la policía de Londres, debido a no recuerdo qué, había registrado aquella propiedad y hallado los cadáveres, entre putrefactos y cuasi momificados, del matrimonio Dedrick y de la joven Maude-Evelyn. Marmaduke y Lavinia fueron sujetos a un proceso judicial. El juez los confinó a una ‘casa de retiro’. Nunca visité Westbourne Terrace y jamás la conocí.
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